Japón, un país indecentemente perfecto

El método, el rigor, la reverencia, la meticulosidad, la tradición, la organización, la exactitud y el rito hacen de este país un paraíso de la excelencia

TOKIO 1

TOKIO 1 / periodico

EMILIO PÉREZ DE ROZAS

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La noche y el día. La campiña y la ciudad. Los bosques, el mar, los canguros, las gaviotas, los pingüinos y la inmensidad de la soledad australiana enfrentados a la ciudad interminable (cuando te mueves por Japón casi no hay espacios sin casas, sin vida), a los árboles que parecen bonsáis gigantes, a las casitas con su jardincito, a la vida reverencial, yo diría que casi sumisa: siempre agachando la cabeza para recibirte, despedirte o darte las gracias.

Japón, los japoneses, su forma de ser, de vivir, de relacionarse, de actuar, de trabajar, de comportarse, es, y entiéndame bien (sobre todo lo japoneses), asquerosamente perfecta, ideal, políticamente correcta. Aún diré más, indecentemente perfecta, repelentemente perfecta. Los japoneses representan la perfección, las reglas elevadas a la enésima potencia. No me extraña que sea uno de los países con más suicidios del mundo (30.000 en el 2012). Debe ser por decepcionar a su país por su comportamiento. Los japoneses, para que me entiendan, te piden permiso hasta para fotocopiar la página de tu pasaporte en el momento de registrarte en el hotel y darte la llave (¿llave?), tarjeta mágica, imantada, programada, que abre la habitación 902.

De película

De película

Japón es otra cosa. Japón es otro mundo. En Japón no existe la broma, la coña, la gracia, la complicidad, el piropo, el guiño del ojo, el levantamiento de ceja. En Japón, a la que improvisas o tratas de ser latino, mediterráneo, parece que molestas y, desde luego, estás fuera de sitio. Japón es redondo como su bandera. Curiosísimo, como el nombre del aeropuerto de Tokio: Narita. Como las preguntas que te hacen al entrar en el país, que no versan, no, sobre si traes armas, balas, plantas o comida, como en EEUU o Australia. Versan sobre dónde vivirás, cuánto tiempo estarás en el país y qué vas a hacer cuando devuelvas el coche de alquiler antes de coger el avión de regreso al Viejo Continente. De verdad, en serio, en Japón te hacen tantas preguntas, que incluso te preguntan aquello que, para ti, aún no tiene respuesta. ¡Y yo que sé lo que haré cuando, el lunes, devuelva el coche de alquiler! ¡Ni idea, señora!

En Japón están programados, mecanizados. Si vas a cambiar dinero al primer banco que ves en Narita, te encontrarás con dos empleados, camisas blancas perfectas, corbatas anudadas más allá del cuello, manos impecables, atendiéndote detrás de la taquilla. Y, detrás de ellos, dos personajes idénticos, con la misma blancura en su camisa y corbata. ¿Qué hacen los de detrás?, esperar a que los de delante les pasen el pedido del cambio en una bandejita de plástico, con un mantelito de tela. El susodicho se gira y le da la petición en la bandejita, el otro pone el dinero sobre la alfombrita y el primero te lo entrega. Lo ves en una película de Almodóvar y piensas “¡cómo te has pasado, Pedro, cómo te has pasado!” Pero existe, esa escena es real. Esperpéntica, pero real.

Aventuara en el tren

Aventuara en el tren

Mi primer viaje a Japón, con motivo de un gran premio de motos, claro, fue en 1988, que ya ha llovido. Y hasta allí me llevó el maravilloso duelo que mantenían, en el Mundial de 250cc, Sito Pons y Joan Garriga. ¡Estuvieron a punto de detenernos! Vivíamos a diez paradas de tren del circuito de Suzuka, donde hay una estación de tren que se llama Suzuka Circuit, claro. El primer día, cuatro periodistas españoles fuimos a la estación de la localidad donde teníamos el hotel y compramos los billetes. “Suzuka Circuit, por favor”. Y nos subimos al arcén. Y en cuanto apareció el tren que ponía Suzuka Circuit, nos subimos a él. En aquellos años, un revisor te recogía los billetes en el mismo arcén de la estación donde te bajabas. Ahora, ya se lo traga una máquina automáticamente, de lo contrario no puedes abandonar la estación. Bueno, pues aquel día cuando mis tres colegas y yo descendimos del tren y le entregamos el billete al revisor, por poco acabamos en la cárcel o, como poco, en comisaría de la estación.

Un muchacho, con gorra, pito, guantes blancos, impecable funcionario e impecable revisor, nos recogió los billetes. Y, nada más verlos, empezó a golpearse la cabeza con las dos manos al unísono, en señal, ya saben, de '¡Dios, Dios, Dios, que desastre!' o '¡cómo es posible!' ¡cómo es posible! Nosotros no sabíamos qué pecado habíamos cometido, pero aquel pobre hombre estaba viviendo su desesperación y la nuestra, sin saber que nosotros lo ignorábamos todo.

El caso es que llamó a otro compañero. Y ese otro compañero, que también se golpeó la cabeza con sus dos manos al ver nuestros billetes, decidió llamar a una pareja de policías. Nosotros ya estábamos contra la pared de ladrillo de la estación. ¡Era nuestro primer día en Japón e íbamos directos a comisaría! Ninguno de ellos hablaba media palabra de inglés (ahora tampoco están mejor; para pedir el recibido de la ‘miniautopista’ hacia Mito, nos las hemos visto de todos los colores) pero, al final, gracias a un caballero muy amable que observó la escena con sorpresa, pudimos interpretar el entuerto: nuestro billete era de un tren semidirecto hacia Suzuka Circuit y nos habíamos subido en un directo, que se había saltado tres paradas y, por tanto, más caro.

Nosotros, señores, compramos el billete que nos dieron. Nosotros, señores, nos subimos al primer tren con destino a Suzuka Circuit que se paró en el andén. Nosotros, señores, no hemos querido robarles ni un yen. Somos extranjeros, somos nuevos, algo despistados pero no sabemos japonés y, como comprenderán, entender eso era tan difícil como entender que yo ocupaba en mi hotelito una habitación doble de uso individual, pero cada mañana tenía dos desayunos en mi mesa del comedor porque a los recepcionistas de mi albergue no les entraba en la cabeza que yo ocupara una habitación doble y quisiera solo un desayuno.

Futuristas y metódicos

Futuristas y metódicos

Son tan perfecto, tan metódicos, tan burocráticos, tan oficialistas, tan legales, digo, no sé, que tardan una hora, 60 minutos de reloj, en entregarte el coche de alquiler. No solo lo repasan antes de dártelo, sino que ven arañazos que tú no ves y los anotan en el dibujo del coche del papel que, antes de entregártelo, te hacen firmar. Darte el coche es todo un ritual. Bueno, en Japón, todo es un ritual. En el hotel Daiwa Roynet, de Mito, antes de entregarte la llave, a las mujeres les ofrecen una cestita con un montón de sobres de sales de baño. Y a los hombres, tres tipos distintos de sobres de... café.

Todo son contrastes. Todo. Los taxis son casi coches funerarios. Eso sí, inmaculados, limpios, relucientes, pulidos, con sus reposacabezas bordados, los conductores encorbatados y con guantes blancos todo el rato. Igualitos que los nuestros. Clavados.

La juventud es sonora. Friky que no veas. Dicen que son más allá de la modernidad. Y deben serlo, sí. Son tan futuristas y mangas que hasta te dejan ‘pasmao’. Recién salidos del colegio, uniformados -ellas con unas minifaldas impresionantes y ellos enseñando los calzoncillos-, con los pantalones por el suelo y los pelos como si sus cabezas acabasen de salir del microondas. Son las diez de la noche y aún están de charla en plazas, McDonald’s y, sobre todo, salones de juegos donde se matan con esas grúas que cazan muñequitos, que luego se colgarán de sus mochilas. Llevan cientos de ellos colgados de sus bolsos.

Ciudad Olímpica

Ciudad Olímpica

El tren de Mito a Tokio salía ayer a las 09.18. ¿Adivinan a qué hora partió? A las 09.18. Y tenía programada su llegada a la estación de Ueno a las 10.22. ¿Adivinan a qué hora llegó? A las 10.22. Les contaré que el revisor, cuando te pide el billete para tachártelo, te hace dos reverencias pero es que, una vez tachados todos los billetes del vagón y, un segundo después de abrir la puerta para pasar al siguiente convoy, el muchacho, impecablemente vestido (casi militar), se gira y le hace dos, no una, no, dos reverencias a todo el vagón que abandona. Pero es que, cuando llegas a Ueno, y te bajas del tren, las señoras del carrito de la limpieza que esperan que tú abandones el tren para entrar a limpiar, te despiden con más reverencias.

Esta es una ciudad, amigos, la que acaba de arrebatarle los Juegos Olímpicos a Madrid, cómo no, donde algunas escaleras automáticas, ¡lo juro!, tienen una especie de ‘telearrastre’ para colocar las bicicletas y que asciendan contigo. Aquí hay auténticas ciudades sumergidas bajo tierra. Aquí, en Tokio, las baldosas rugosas para guiar a los ciegos son baldosas de verdad, colocadas con habilidad y maestría. No esas cintas de plástico que instalamos nosotros y que, a los quince días, ya se han levantado y provocan la caída de nuestros ciegos. Aquí, en Japón, como diría Pep Guardiola, los niños son “los putos amos”. Y eso, amigos, eso da gusto y provoca envidia.

Insisto, Japón, un país asquerosamente perfecto. Lo siento, indecentemente perfecto, repelentemente perfecto.