el regreso de los grandes cetáceos

Vilanova i la Geltrú, puerto ballenero

El avistamiento del rorcual común a escasas millas de la costa de Barcelona invita a cuestionar que esta sea una simple zona de tránsito ocasional del segundo mayor mamífero del mundo

Carles Cols

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Algo muy gordo está pasando frente a la costa al sur de Barcelona, a apenas cinco millas de donde rompen las olas en el Garraf, y lo de gordo no es por decir, pues se trata de hermosotes ejemplares de rorcual comúnel segundo animal más grande del mundo, solo por detrás de su prima lejana la ballena azul, un mamífero que aún no está claro si ha logrado salir con éxito del cuello de botella de la extinción. Así que su visión en directo el pasado miércoles es un placer que merece ser contado, no simplemente por lo estético del asunto (“¡soplo a babor!”, y toda la tripulación gira la vista), sino por lo interesante desde el punto de vista científico, que es mucho, y hasta político, porque avisados quedan, aquí saldrá hasta Franco cazando ballenas a escopetazos.

El rorcual común es poco dado al 'show', no salta ni saca la cola del agua, quizá por eso los navegantes de fin de semana no reparan en este bestial espectáculo

A principios del siglo XX, los balleneros del puerto gaditano de Getares no daban abasto. Los rorcuales pasaban en sus migraciones periódicas, del Atlántico al Mediterráneo y viceversa, a apenas dos kilómetros de la playa. Era un ir y venir de barcos y de recargar los arpones. Easy moneyLos nietos de los ejemplares que sobrevivieron a aquel ballenicidio son el objeto de estudio del capitán del EdmaktubEduard Degollada, y su equipo de colaboradoras. El pasado miércoles fue día de expedición. Lo de expedición debe ser dicho con la boca pequeña, sin épica, pues en todo momento desde el catamarán se divisaba bien silueteada la chimenea de Cubelles. Sin épica, pero con emoción, porque el avistamiento de ballenas a tocar de puerto, sin necesidad de viajar a la península Valdés argentina, a la bahía australiana de Hervey o al puerto surafricano de Hermanus, es sin duda una rareza para los poco marineros, o sea, la mayoría.

Eduard Degollada, al timón del Edmaktub.

Eduard Degollada, al timón del Edmaktub. / miriam lázaro

Como son vísperas de Sant Jordi y antes de proseguir, una puntualización es indispensable. La lectura de Moby Dick siempre es recomendable. Es más que un gran libro. Es el Quijote de Estados Unidos. Más aún, Moby Dick dice tanto de norteamérica como el Quijote lo hace de España. Pero para sumergirse en el mundo de las ballenas y antes embarcarse en el Edmaktub es tanto o más aconsejable releer Chiman, la pesca ballenera moderna en la península ibéricauna joya casi enciclopédica escrita por el profesor Àlex Aguilar. Algunos apuntes de lo que a continuación se contará, sobre todo los más sorprendentes, han sido entresacados de esta amena e indispensable obra.

El estudio del rorcual subsiste gracias, sobre todo, a las aportaciones del Zoo de Barcelona, ese espacio denostado por los animalistas

Toca ya volver al barco. Parte del puerto de Vilanova i la Geltrú, el sobrevenido Nantucket catalán. Es una lástima en estos casos no llamarse Ismael. Allí el Edmaktub tiene amarre gratis. Así colabora el puerto deportivo de la ciudad con este proyecto de investigación. Se agradece. El gran donante, sin embargo, es el Zoo de Barcelona, que ha aportado 62.000 euros desde el 2013 y tiene intención de proseguir. A veces se cuestiona la vocación científica del parque zoológico de la ciudad. Este es solo un ejemplo posible para callar bocas. Minutos después de las nueve de la mañana, se sueltan amarras.

El agua parece la de un lago. Una calma absoluta. Hasta da yuyu. Con rumbo oeste, muy despacio, de vez en cuando se escucha chap chap. Son peces luna y su inverosímil forma de nadar. Con la aleta del cogote golpean el agua. Parece que saluden. Son el ornitorrinco del mar, otra prueba de que, en caso de existir, Dios tiene sentido del humor. “No sabemos por qué, pero cuando vemos muchos peces luna, solemos encontrar ballenas”, avisa Degollada. La relación, es cierto, no es fácil de establecer. Esos cómicos peces, que este miércoles de expedición ballenera se cuentan a decenas, comen crías de medusa. Las ballenas, microscópicos crustáceos. En cualquier caso, las palabras del capitán son un buen presagio.

Cien delfines

La segunda señal de que el día promete es la repentina aparición de delfines, algo frecuente cuando se navega, cierto, pero es entonces el momento de descubrir que la labor de investigación que lleva a cabo el Edmaktub se desarrolla con unos equipos tecnológicos que hubieran hecho llorar de emoción al mismísimo Jacques Cousteau. El capitán Degollada es también el capitán Dron. También es piloto de avioneta, pero eso ahora no viene al caso. Pone en vuelo al robot y es así como se descubre que la decena de delfines que nadan y juegan frente al barco son solo una mínima porción de la animada manada, de tal vez un centenar de ejemplares, tal y como revela el video del dron.

De eso va, en realidad, esta expedición, de qué conclusiones se pueden sacar de la observación de los rorcuales comunes como nunca se habían estudiado, a vista de pájaro y muy de cerca.

La de miércoles fue una jornada redonda. Peces lunas hasta aburrir, una manada de 100 delfines y tres ballenas. ¿Qué más se puede pedir?

Esta es una especie gigantesca, de casi 25 metros de longitud, pero poco dada al showNo saltan sobre las olas. Rara vez sacan la cola del agua. Eso es más de cachalotes, muy exhibicionistas ellos. Soplan, eso sí. Los rorcuales asoman la espalda y soplan. Dos o tres veces consecutivas. Después, se preparan para la inmersión, casi como un bañista de grandes dimensiones en la piscina. Ponen el culete en pompa y se sumergen. Desde la cubierta del barco su visión es algo incluso fantasmal. Puede incluso que muchos navegantes de recreo hayan pasado cerca sin avistar el rorcual que tenían a menos de 100 metros. Los marineros de fin de semana están por el velamen y por ponerse protector solar. No escrudriñan el mar. Eso lo hace con mucho oficio el equipo de Degollada, con una vigía en cada esquina del catamarán, como si fuera un radar que cubre 90 grados de radio. El esfuerzo de atención permanente es agotador. La recompensa, eso sí, es mayúscula, nunca tan bien dicho. En el cuaderno de bitácora del miércoles 18 de abril del 2018 se anota la observación de tres ejemplares distintos. Se les diferencia por la aleta dorsal, su huella dactilar. Son unas bestias formidables.

Un rorcual emerge a escasos metros del Edmaktub. 

Un rorcual emerge a escasos metros del Edmaktub.  / míriam lázaro

Lo interesante, lo dicho, es la oportunidad que ofrece el dron. Hay que tener un permiso especial para sobrevolar ballenas. Degollada lo tiene. Tambien buena mano. Cada año pierde un equipo. Pero ha valido la pena porque los drones han permitido a este veterinario de formación universitaria contradecir el saber establecido. Los manuales sostienen que los rorcuales cruzan el Estrecho de Gibraltar con destino al mar de Liguria. Allí se dan el gran festín durante los meses de invierno y luego retroceden sobre sus pasos. Los manuales se equivocan, dice Degollada.

La tesis en entredicho es que la costa catalana es solo un área de servicio de la gran autopista ballena con destino al mar de Liguria

La orografía del Garraf ha convertido esta zona en una suerte de Mercabarna de abastecimiento de los rorcuales comunes. Cañones como el Foix penetran hasta las profundidades del mar y aportan nutrientes para que la cadena trófica funcione como un reloj y, además, de un modo que ya querrían en el mar de Liguria. Allí, dice Degollada, no sin cierto retintín, las ballenas se alimentan en las profundidades. Salen, cómo no, a respirar, pero en superficie es inusual la presencia de krill. “A veces allí saben que las ballenas están sumergidas solo porque emergen los excrementos”, explica. Y las heces de un rorcual, como Degollada ha logrado también grabar con un dron, le quitan el hambre a cualquiera. Incluso las ganas de darse un chapuzón.

Padrón ballenero

Frente a Vilanova, en cambio, los rorcuales comen a veces en superficie. Parecerá una actividad cotidiana, sin importancia, pero desde el punto de vista científico es interesantísimo. Significa que no están de paso, que no están en modo piloto automático, que a su manera estas ballenas están empadronadas durante medio año en esta zona de la costa porque ecológicamente es un lugar apto para ello.

La caza de la ballena fue un negocio de excesos, como los taburetes del barco ballenero de la flota de Onassis, forrados con piel de pene de cachalote

Total, que la videoteca del Edmaktub crece año a año en cantidad y calidad. Tiene, lo dicho, a un rorcual en pleno desahogo fecal. Tiene a otro muy reciente pegándole un descomunal bocado al agua para capturar el invisible alimento que se echar al buche. Los tiene, por supuesto, respirando, un momento muy especial, porque si una gotas del soplido alcanzan el dron, estas se recogen con cuidado para obtener muestras biológicas. Y tiene también ha grabado a alguna madre con su cría, pero, he aquí la mala noticia, eso es una excepción. La observación de crías es escasa y la conclusión que se saca de ello, al menos de entrada, es que desde que Miguel López, el 21 de octubre de 1985, disparó el último arpón de la caza ballenera en España, la recuperación de esta especie avanza a pasitos de Famosa. La caza intensiva hizo por supuesto mucho daño. Los vascos, ellos solitos, terminaron con una especie, la ballena franca. Pero después de aquello han venido el cambio climático y la contaminación de los mares. Por eso cobra más valor la investigación del Edmaktub, porque se trata de una especie aún en peligro de extinción. Y porque, quién sabe, el día menos pensado Degollada logra grabar con su dron la escena nunca vista del rorcual, la cópula. Del cortejo hay constancia, pero de ese revolcón de más de 100 toneladas, si se suma el peso de la pareja, no. Mar rizada en los preliminares, es un suponer, y mar gruesa, quizá arbolada, en el frenesí final.

¿Le parece al lector esta una ensoñación algo exagerada? Pues sirva como respuesta para terminar un detalle aportado por Aguilar en su ameno ‘Chimán’. Recuerda el autor al Olympic Challenger, el barco ballenero con el que Aristóteles Onassis, en los años 50, causó estragos en aguas del Pacífico. Cada ballena azul que capturaba le reportaba un millón de dólares, y solo frente a la costa peruana se calcula que mató a unas 2.000. Era un pirata ballenero, un desalmado y, también, un hombre de dudoso buen gusto, pues los taburetes de aquel barco estaban forrados con piel de pene de cachalote.

Franco, un cazador chacinero

La relación del hombre con las ballenas no tiene término medio. Eduard Degollada las observa con admiración. Cree incluso que, cuando las graba con el dron, ellas miran a cámara. No es broma. Puede que escuchen el zumbido de las hélices. Si es así, es con indiferencia cetácica, o sea, gigantesca. Las ballenas tienen un antepasado que caminó sobre la tierra. Por lo que sea, volvió al mar. Evolucionó hasta las especies actuales. Cuando estas conocieron al hombre, no se encontraron a tipos como Degollada o esa cincuentena de pescadores de la costa catalana que, amablemente, cuando las avistan, se lo comunican por radio. Fue muy distinto.

La industria ballenera fue la repera. Como la esclavista. Una fuente de grandes fortunas. No es cuestión de rememorarla de pea a pa. Solo un par de detalles, tal vez poco recordados. Las barbas de las ballenas pusieron lúbricos a miles de hombres que jamás vieron el mar. En siglo XIX, esa parte de las ballenas se utilizaba para fabricar sensuales corpiños. París era el principal importador del mundo. El triste final es que, cuando los corpiños pasaron a fabricarse con otros materiales, las barbas de la ballenas se emplearon para confeccionar escobas de deshollinador y porras de policía.

La caza de ballenas fue desproporcionada y, como ejemplo, lo prometido al principio, el día en que a Francisco Franco le dio por usar el Azor como barco ballenero. La prensa dio cuenta el 6 de agosto de 1959 de una de sus hazañas. Persiguió a un cachalote en aguas cantábricas. Fue una carnicería. Le clavó primero siete arpones de 18 kilos. Luego, ocho más de 10 kilos. El animal se defendía, así que el caudillo desenfundó su carabina y le disparó, según las crónicas de la época, 120 balazos.

Aquel episodio se explica con más y jugosos detalles en ‘Chimán’, incluso con sorprendentes revelaciones sobre la mísera avaricia de aquel hombre, pero aquello, por mucho que se pretendiera presentar como una gallardía, no tenía mérito.

Sin ánimo de elogiar la caza de ballenas, para valentía la de la tripulación del Kathleen, a mediados del XIX, que amarraba sus capturas al costado del barco. Los marineros se subían sobre el animal y lo despiezaban. Los tiburones acudían y rodeaban el Kathleen. Un resbalón, y adiós marinero. Eso no lo hacía Franco.