Cómo gobernar el turismo

Enric
HERNÀNDEZ

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El turismo se ha convertido, no por azar, en la primera preocupación de los barceloneses, por encima incluso del paro. Pese a lo mucho que aporta a la economía local, en términos de ingresos públicos y privados y de creación de empleo, muchos ciudadanos perciben que el fenómeno turístico está fuera de control y afecta negativamente a sus vidas. La masificación de distintos barrios, las molestias que sufren los vecindarios de bloques con apartamentos turísticos y el impacto que estos han tenido sobre el precio de la vivienda, tanto de alquiler como de compra, son algunas de las razones que explican esta tendencia social a la turismofobia.

Antes de analizar las causas, echemos la vista atrás. Hace justo un cuarto de siglo, Barcelona era una capital poco apreciada por los viajeros. La apertura al mar y el conjunto de transformaciones urbanísticas que experimentó la ciudad con vistas a los Juegos Olímpicos de 1992 aumentaron su atractivo turístico, y el éxito organizativo y deportivo de la cita la puso en el mapa de los turoperadores mundiales. Luego funcionó el boca a boca de los visitantes, las políticas de promoción turística, el estallido de la Sagrada Familia y de toda la obra de Antoni Gaudí como lugares de peregrinación, el fenómeno de los cruceros, el abaratamiento del transporte de pasajeros gracias a las líneas aéreas 'low cost', el Mobile World Congress, la inestabilidad política en la otra orilla del Mediterráneo... Todos los astros se alinearon para que Barcelona se convirtiera en destino turístico obligado. Un verdadero maná para el sector privado --sobre todo, hostelería y restauración-- y para las arcas públicas que, sin embargo, las instituciones no han sabido administrar para paliar las desventajas que acarrea para los barceloneses.

La prueba más fehaciente de la incapacidad que han demostrado nuestros gobernantes a la hora de gobernar el turismo es el mercado negro de apartamentos vacacionales ilegales que, gracias a plataformas como Airbnb, llenan los bolsillos de unos pocos --algunos propietarios castigados por la crisis y muchos especuladores-- en perjuicio de muchos. Una vez más se desmiente el viejo dogma liberal según el cual el mercado se regula por sí solo. El reto de las administraciones es, por tanto, ordenar el fenómeno turístico y amoldar la oferta a una demanda sostenible para la ciudad. Sostenible para garantizar la convivencia ciudadana y también para deshinchar antes de que estalle esa nueva burbuja inmobiliaria que expulsa a los barceloneses de sus barrios y atrae a inversores sin escrúpulos dispuestos a apoderarse de la ciudad.

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