Sungju Lee, el Oliver Twist norcoreano

De pertenecer a una familia mimada por el régimen de Pyongyang, pasó a vagabundear por las calles de la Corea del Norte rural. Mendigó, robó y durmió entre cadáveres. Hasta que pudo desertar y reunirse con su padre en Seúl.

zentauroepp43536560 mas periodico deserotr norcoreano180531111337

zentauroepp43536560 mas periodico deserotr norcoreano180531111337 / El Periódico

Adrián Foncillas

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Sungju Lee llega a esta cafetería pija de Seúl desde un banquete oficial con refinadas viandas. Inglés pulcro, gafas de diseño y ese flequillo medidamente caótico de muchos jóvenes surcoreanos. No atenderá a cuestiones sobre el proceso de paz en la península coreana, advierte. Su opinión de egregio desertor tras emplearse en el Parlamento canadiense y estudiar un doctorado en una universidad británica pesa mucho y no quiere líos.

Muchos cambios desde que robaba en los mercados y dormía en las estaciones de trenes. Muchos cambios, de hecho, desde que nació 30 años atrás. Una sucinta biografía instalada en el vértigo.

Lee recibió las mejores cartas que se reparten en Corea del Norte. Su padre era un alto militar que servía a Kim Il-sung, patriarca de la dinastía reinante. En Pyongyang disfrutó de una casa de tres habitaciones, ropa y comida sin escaseces y visitas semanales al parque de atracciones. El paradigma del paraíso socialista que clama la propaganda.

Pero las vidas en Corea del Norte descarrilan en cualquier momento. Su padre, ebrio en una reunión de colegas, exclamó que su país carecía de futuro y después recibió una carta oficial. La familia fue expulsada en dirección a Gyeng-seong, una ciudad anodina del noreste. Lee tenía 10 años.

Nada para comer

"El tren estaba destartalado. Cuando nos acercábamos a la ciudad, vi por la ventanilla a muchos niños mendigos. Yo estaba en estado de 'shock', pensaba que mi país era de los mejores del mundo. Le pregunté a mi padre qué era todo aquello y él me respondió que el 90% de la gente vivía así. Nuestra casa era diminuta y fría, no teníamos electricidad. Mi madre lloraba a la mañana siguiente porque no teníamos nada para comer".

"Un carterista experto me llevó al mercado y me dijo: 'Esta es tu cocina. ¿No quieres morir? Pues, roba'"

El niño mimado de ciudad hubo de lidiar con las asperezas rurales y compañeros de pupitre malnutridos. El director del colegio les sacó al patio y vieron a un hombre y una mujer atados a sendos postes. Él había robado; ella había intentado huir a China. Condenados por alta traición, aclaró el director. Tres policías dispararon otras tantas balas sobre ellos. Lee estaba suficientemente cerca para ver sus cráneos reventados.

La situación en casa rozaba la desesperación. Su padre le dijo que iba a China a por comida y sus súplicas fracasaron. Dijo que volvería en una semana y no volvió. Meses después, su madre le dijo que iba a China a por comida y sus súplicas fracasaron. Se acostó con ella y a la mañana siguiente encontró sobre la cama una nota con la promesa de que volvería en una semana. Tampoco volvió.

Jefe de la banda

Solo y abatido, enfadado por la irresponsabilidad de ambos y con agua con sal como único alimento durante días, buscó la ayuda de un amigo que había perdido a sus padres por hambre. "Era un carterista experto. Me llevó al mercado y me dijo: aquí está tu cocina, coge lo que quieras. ¿No quieres morir? Pues entonces roba".

"Me di cuenta de que los huérfanos solitarios morían pronto de hambre o frío y que solo juntándonos podríamos salir adelante –explica–. Pronto formamos nuestra banda, éramos siete niños de 12 y 13 años. Me eligieron jefe por mis conocimientos de taekwondo, pero la lucha en las calles no tenía nada que ver con lo que había aprendido en la academia. Perdí muchas veces, pero la confianza de mis amigos me hizo perseverar y ser más fuerte".

"Dormíamos en la estación de tren. Cada mañana venía un funcionario para comprobar quién  había muerto"

Frente a este corresponsal fue colocada media vaca en una reciente visita a un orfanato de Pyonyang. En las despensas se apilaban cajas de tofu, verduras y otros variados alimentos, con el etiquetado en inglés. Los niños, prometían los responsables, ingieren 3.000 calorías diarias, más de las que necesita un deportista de élite. Las fotos de la última visita de Kim Jong-un colgaban en las paredes más nobles. Que no les falte nada a mis chicos, había ordenado.

Los huérfanos vagabundos son el envés de la propaganda. Se les conoce como 'kotjebes' o 'niños golondrina' por su eterno deambular en busca de comida y refugio, y representan el fracaso más sangrante de un régimen paternalista. La palabra está prohibida y el país no reconoce su existencia. Estimaciones independientes hablan de 200.000 'kotjebes'.

Pulsión encarceladora

Las hambrunas de finales de los 90, tras el colapso del bloque soviético, fueron una máquina de fabricar 'kotjebes'. La pulsión encarceladora de un régimen paranoico aumenta las cifras. Sobrevivir en la calle es duro. Sobrevivir en la calle siendo un niño es más duro. Y sobrevivir siendo un niño en Corea del Norte en los tiempos de la gran hambruna bordea el milagro. Es improbable encontrar un ecosistema más hostil que la Corea del Norte rural de finales de los 90.

"El Gobierno no los quiere vagabundeando. Son una molestia porque roban en los mercados y a los vendedores ambulantes. Esos niños hambrientos dan muy mala imagen al país", señala Ho-Taeg Lee, director de la oenegé The Refugee Plan. "Cuando son capturados, son dirigidos al 'goohoso' o casa de refugio. Si tienen padres, se les devuelve a casa. Si no, acaban en orfanatos donde recibirán educación y, desde ahí, son enviados a granjas o fábricas", añade.

"Cuando llegué a Seúl, fui a comprar un bolígrafo. Había miles. Los probé todos. Eso debe ser la libertad, pensé"

La banda de Lee robaba por el día en el mercado hasta que, tras varias semanas, eran reconocidos por los comerciantes y subían a un tren en marcha. En la nueva ciudad, luchaban con las bandas locales por el territorio. Ganar o perder significaba ser siervos o reyes, y no había compasión.

Lee perdió a un amigo en una pelea. Otro murió por la paliza del guardián de un depósito gubernamental donde habían robado patatas. Era invierno y ni siquiera pudieron cavar un hoyo, lo dejaron cubierto de piedras. Los golpes dolían tanto como el hambre y el frío.

"En aquellos días había muchos cadáveres en las calles. Dormíamos en la estación de tren. Cada mañana llegaba un funcionario para comprobar quién estaba dormido y quién estaba muerto. Si había algún muerto, nos elegía para que lo lleváramos a algún lugar a cambio de pan. Todos esperábamos que al día siguiente hubiera más muertos para conseguir más pan. No teníamos a nadie. Ni a los padres ni al Gobierno. Estábamos solos".

Halo romántico

El refugio era peor que la calle. Muchos niños morían de hambre, enfermedades o agotamiento por el trabajo forzado. Lo llamaban la "tumba" y se esforzaban en escapar tan pronto como podían. Hay un halo romántico en ese pertinaz grito de libertad de los 'kotjebe', meandros en una sociedad rectilínea, sin familia ni colegio, pero a salvo de la propaganda delirante y siempre con un tren a mano. Lee habla de sus amigos como hermanos y aún sueña que nadan y pescan en el río. Lamenta no haberlos encontrado a pesar del mucho dinero gastado en intermediarios en los últimos años.

Las penurias extremas que amenazaron con el colapso del régimen aflojaron el control y permitieron un tránsito poco habitual. La policía, explica Lee, estaba tan preocupada por procurarse su sustento que desatendía la persecución de los rateros o de las oleadas de norcoreanos que huían a China.

"El Gobierno no los quiere. Los niños hambrientos dan mala imagen", asegura el activista social Ho-Taeg Lee

Sus días en la calle terminaron cuando su abuelo lo encontró en un mercado, tras cuatro años de búsqueda. Un día recibió la visita de un hombre con una carta en la que su padre le pedía que se reuniera con él en Seúl y, al día siguiente, partió ayudado por las redes de traficantes. Allí lo encontró y abrazó, aún confundido entre la alegría y el resentimiento.

Lee trabaja hoy en una organización que ha llevado a 300 norcoreanos a Seúl y publicado su biografía 'Every falling star' para encontrar a su madre. Aún conserva la esperanza.

En Seúl sufrió la habitual adaptación problemática de los norcoreanos al mundo opuesto. El miedo a cruzar calles atiborradas de coches, la discriminación de una sociedad que los llama "hermanos" pero los desprecia cuando escuchan su acento del norte, el desaprendizaje de la propaganda (Lee discutía al principio cuando escuchaba que la guerra de Corea la había desencadenado el ataque de Pionyang y no al revés) o la gestión de conceptos vaporosos. "Un día fui a comprarme un bolígrafo. Había cientos, miles. Pasé ahí la tarde hasta que los probé todos. Esto debe ser la libertad, comprendí".