NUEVO DOCUMENTAL

Memorias de Studio 54: celebridades, sexo, drogas (y evasión de impuestos)

El cofundador Ian Schrager pasa revista al mítico templo disco de Nueva York para un reportaje que Movistar+ estrena el próximo sábado

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Juan Manuel Freire

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¿Hacía falta 'Studio 54', documental sobre el Monte Olimpo de la era disco? Hacía falta. Primero porque la película '54', de 1998, con Mike Myers como el cofundador Steve Rubell y Ryan Phillippe como camarero descamisado, se ha evaporado de la memoria colectiva. Y segundo porque este nuevo filme de Matt Tyrnauer, que Movistar CineDoc&Roll estrena el 4 de noviembre (22.00 h.), se basa en el relato del otro cofundador, Ian Schrager, famosamente reacio a contar nada desde el cierre de la sala.

"Me estaba preguntando a mí mismo: '¿Por qué, después de casi 40 años, me apetecería finalmente hablar sobre Studio? No había hablado sobre ello en absoluto", explica Schrager en la película. "Ahora estoy en un punto en mi vida en el que ya no duele tanto, después de todo este tiempo habiéndolo hecho… Solo dos personas podrían haber contado esta historia: Steve y yo. Por eso estoy contento de finalmente contar la historia tal como sucedió".

'Studio 54' cuenta, de forma cronológica y sirviéndose de material de archivo y nuevas entrevistas, cómo dos judíos 'brooklynitas', hijos de familias de clase media-baja, se plantearon montar el 'nightclub' definitivo y no solo consiguieron eso, sino también cambiar un poco el mundo, elucubrando sobre una clase de tolerancia que por entonces no se vivía en las calles. Y que todavía sigue sin vivirse en muchas calles.

Hagamos montones de dinero

"Yo tengo la cabeza, tú tienes la imagen, hagamos montones de dinero", cantaban Pet Shop Boys en su famoso single 'Opportunities (Let’s make lots of money)'. El cerebro de Studio 54 fue Schrager, cuyo padre trabajaba para la mafia y del que quizá heredó algo de su capacidad para sacar dinero a la gente. La imagen, quien daba la cara, era sobre todo el más sociable Steve, al que tampoco parecía desagradar la idea de hacer montones de dinero.

Schrager y Rubell invirtieron 400.000 dólares, y dejaron debiendo la misma cantidad, en la creación de su gran club de Manhattan, al que precedieron experimentos en Queens y (aunque no se menciona en la película) Boston. Lo montaron en un tiempo récord de seis semanas en un antiguo teatro abandonado, el Gallo Opera House de los años 20, después New Yorker Theatre y Studio 52 de la cadena CBS. La calle 54 oeste con la Octava Avenida parecía, por entonces, la peor intersección posible para abrir una discoteca con pretensiones de atraer a la élite. Todavía por convertirse en Disneylandia urbana, era una de las zonas más sórdidas de la ciudad. "Si querías que te robaran, allí era donde tenías que ir", recuerda el periodista Steven Gaines en el documental.

Pero pronto se peleaban por entrar allí gente como Elizabeth Taylor, Liza Minnelli, Divine, Grace Jones, Warren Beatty, Mick y Bianca Jagger, Carrie Fisher, Andy Warhol… Las imágenes que saca el fotógrafo Ron Galella de su archivo son impagables. Ahí queda Elton John tocándole las tetas a Divine. O Dolly Parton besando a un caballo. O Truman Capote en pantuflas.

¿Por qué la locura?

Bueno, en realidad los que se peleaban por entrar eran los no famosos. El control de la puerta era famosamente férreo. Podía pasar que entrara tu novia, pero tú no. El propio Rubell podía salir allí para decidir quién entraba y quién no, siempre basándose en su grado de celebridad o atractivo físico.

¿Por qué la tensión y la ansiedad por superar la cuerda de terciopelo? ¿Por qué volar desde alguna remota parte del mundo para bailar precisamente ahí? Porque entrar en Studio 54 significaba, simplemente, entrar en otro mundo, donde podías ser quien te daba la gana y sentirte a bien contigo mismo. Rubell mismo no empezó a mostrarse abiertamente gay en público hasta que se dejó intoxicar por el liberal ambiente de su club. Allí cada uno besaba a quien quería. O más que besar, claro. Como se recuerda en el filme, Studio 54 sacó provecho a su particular posición en el tiempo: después de la invención de la píldora y antes de la aparición del SIDA. El sexo estaba en el aire, pero, sobre todo, estaba en el sótano, donde se montaban auténticas orgías.

Había quien vivía sus experiencias sensuales en la pista: tan solo estar envuelto en la cuidada luz y la espectacular banda sonora (eran los días de gloria de Sylvester, Andrea True Connection, Thelma Houston o Candi Staton) podía resultar orgásmico. Incluso Michael Jackson, al que no gustaban las discotecas, venía a Studio 54. "Es donde vienes si necesitas huir", se le escucha decir en la película.

La parte más oscura

No todo eran luces, lo último en luces, en este lugar de evasión. Cuando el algo inconsciente Rubell dijo a la revista 'New York' sobre sus negocios que "solo la mafia lo hace mejor", el Servicio de Impuestos Internos hizo una redada en el club y alegó que los dueños habían dejado un par de millones de dólares sin declarar. En la misma operación se encontraron 300 quaaludes –un sedante hipnótico que alimentaba la euforia y el deseo sexual– y unas cuantas onzas de cocaína.

Rubell & Schrager acabaron en la cárcel por evasión de impuestos (segun cuenta Nile Rodgers de Chic, la fiesta que dieron la noche antes de entrar en chirona fue "tanto o más divertida que la de apertura"). Debían pasar allí tres años y medio, pero vieron su condena reducida a la mitad después de contar secretos de otros clubs (Obama otorgó el perdón a Schrager en enero del 2017). Siguieron siendo socios, ahora para crear pioneros hoteles boutique. Schrager sigue todavía en ello y llegó a ser tildado por 'The New York Times' de "Steve Jobs de la industria hotelera".

Rubell llegó a abrir, junto al empresario de la noche Peter Gatien, otro club clave para Nueva York como el Palladium. En 1989, con solo 54 años, falleció a causa de complicaciones derivadas del SIDA. En una entrevista televisiva, Schrager habla de "pérdida personal": "Steve y yo éramos como marido y mujer. No sé quién era el marido, quién la esposa". Una dinámica no explorada en exceso por la película, cuya infinita materia podría haber dado pie, de hecho, a una serie mayúscula. Pero nos conformamos con la notable película de Tyrnauer.