Silencio: hablan los sioux

La reedición del libro 'Alce Negro habla' recupera el testimonio de uno de los últimos indios oglagla que ocuparon las llanuras de Norteamérica antes de la aparición del hombre blanco

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Juan Fernández

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Las películas de indios y vaqueros han sembrado el imaginario colectivo de relatos en los que los buenos, indefectiblemente, iban de uniforme y tenían mucha puntería con el rifle y los malos llevaban plumas, tiraban flechas y respondían a malvados intereses. Doblemente derrotados, primero por las armas y luego por la historia, los nativos de las praderas de Norteamérica son los parias silenciados de un país que por ignorancia y mala conciencia nunca quiso mirar a sus raíces. Por eso, y por lo inusual de su caso, testimonios como el del hechicero sioux Alce Negro valen su peso en oro. Pocas veces la literatura brinda tamañas oportunidades de mirar la realidad desde el lado contrario al que nos habían mostrado.

Los nativos de las praderas de Norteamérica son los parias silenciados de un país que se niega a mirar a sus raíces

En 1930, el poeta de Nebraska John G. Neihardt se desplazó hasta la reserva de Pine Ridge, en Dakota, donde quedaba un reducto de indios oglagla (una de las siete tribus sioux), y convenció al más respetado de todos ellos, el curandero Alce Negro, para que le contara la historia su vida y le explicara los secretos de su pueblo. Lo que le dijo lo relató en ‘Alce Negro habla’, libro publicado en 1932 y reeditado ahora por el sello Capitán Swing en una edición enriquecida con mapas, fotos y diversos prólogos y apéndices documentales. Más allá de la voz de alguien que vestía las plumas que vimos en las películas de indios y vaqueros, su testimonio es el retrato descarnado de una cultura extinguida y un canto a la experiencia mística de la naturaleza.

Estirpe de hechiceros

Importante este último factor, ya que Alce Negro no fue un sioux cualquiera. Nacido en 1863 en el seno de una estirpe de hechiceros, desde su infancia se habituó a tener experiencias sobrenaturales que dotaron a su percepción de una particular dimensión religiosa y convierten su relato en un continuo viaje por el lado trascendente de la existencia. Resulta apabullante, por lisérgica, la narración que el místico hace del primer gran trance que tuvo en su vida, a los 9 años, lleno de vuelos a lomos de nubes, diálogos con antepasados y caballos parlanchines mientras sus padres creían que agonizaba tras pasar 12 días inconsciente.

El primer gran trance de Alce Negro fue a los 9 años: pasó 12 días inconsciente en los que él voló sobre nubes y habló con antepasados

El mayor atractivo de la obra de Neihardt es la crudeza con que traslada al lector al interior de la cultura sioux sin filtros ni paños calientes. Es la voz directa de Alce Negro la que describe su mundo y relata su experiencia con sus palabras y a través de sus propios patrones morales. La nomenclatura predispone: primo segundo de Caballo Loco y coetáneo de Nube Roja y Toro Sentado, el chamán era nieto de Vaca-Blanca-Ve y biznieto de Niégate-A-Ir y de Muchas-Plumas-de-Águila. Para los oglagla, mayo se llamaba “el mes de la Luna en que las Jacas Mudan”, y diciembre, “La Luna de los Árboles Crujientes”. Para ellos, la tierra no era la tierra, sino “La Madre Tierra”.

"Le disparé en la frente y le arrenqué la cabellera"

Con la naturalidad con que expresa su fascinación por montañas, riachuelos y manadas de bisontes, Alce Negro describe situaciones costumbristas, como las desdichas de Caballo Alto para hacerse con los favores de su amada –tras varios cómicos fracasos, su mano acabó costándole el rapto de una manada de caballos– o el secreto pacifista del gesto de fumar pipa. También describe sin pudor sus experiencias como cazador y guerrero. El mismo animalista que confiesa sentir pena por la muerte de una rana, describe así su primera experiencia cortando cabezas enemigas: “El herido llevaba el pelo corto y mi cuchillo no estaba afilado. Él apretaba los dientes. Le disparé un tiro en la frente y le arranqué la cabellera. No se olía más que la sangre y tuve nauseas. Era feliz, no sentía ninguna pena”.

"Le disparé un tiro en la frente y le arrenqué la cabellera: no se olía más que la sangre y tuve náuseas, pero no sentí pena"

Como una maldición, la sombra del hombre blanco atraviesa su memoria. Tenía 10 años cuando vio por primera vez a un 'wasichu' –así llamaban los sioux a los rostros pálidos-, pero antes ya había oído cosas sobre ellos y sus ambiciones desmedidas: “Habían descubierto gran cantidad del metal amarillo que veneran y que los hace enloquecer, y deseaban trazar un camino por nuestra tierra”, recuerda.  

Little Bighorn y Wounded Knee

Asistió en persona a las batallas de Little Bighorn y Wounded Knee, cuyas carnicerías describe con gran expresividad, lloró la trágica muerte de Caballo Loco y todo su discurso, en conjunto, transpira una amarga nostalgia por el paraíso arrebatado. “Antaño fuimos dichosos en nuestro país y pocas veces sufrimos hambre, pues bípedos y cuadrúpedos vivían como parientes y todo era abundancia tanto para ellos como para nosotros”, se lamenta.

"Me di cuenta de que los 'wasichus' no se preocupaban unos de otros como hacía mi gente: si podían se quitaban las cosas mutuamente"

A los 23 años se enroló en una turné organizada por Búfalo Bill para mostrarle al mundo la vida de los indios que le llevó a conocer las ciudades de los blancos y a entrevistarse en Londres con la reina de Inglaterra. Cuenta que fue a ver si descubría algo que resultara útil para su comunidad, pero volvió con una decepción y una pena que ya no abandonaría jamás: “Me sorprendieron las casas gigantescas y el abundante gentío, había luces brillantes por la noche que impedían identificar las estrellas. Me di cuenta de que los 'wasichus' no se preocupaban unos de otros como hacía mi gente, si podían se quitaban las cosas mutuamente. Habían olvidado que la Tierra era su Madre”, suspira.