Mujer sin paraguas

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Risto Mejide

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Una mujer camina por la calle sin paraguas bajo una lluvia intensa. La gente corre, se apresura, empuja, despliega bolsas y periódicos salvavidas, hiberna bajo refugios propios y ajenos, juega al juego de la oca de portal en portal. Pero ella camina serena, pausada, como si eso de la lluvia no fuera con ella. Porque es que de hecho, hoy eso no va con ella.

Bajo sus ojos brotan raíces de rímel con sabor a sal. Y sobre su espalda parece que haya estado llevando el peso del mundo hasta hace tan sólo un minuto. Sus ojos han dejado de servirle, porque sus ojos ya no ven, tan sólo muestran cosas a los demás. Y lo que muestran es una cara desencajada que camina sin rumbo y sin paraguas bajo la lluvia intensa. Y lo que demuestran es que se puede mantener los ojos abiertos para cualquier cosa menos mirar.

Llorar es de las pocas actividades humanas sobre las que no podemos decidir la velocidad. No se puede llorar rápido. Uno puede controlar la respiración, comer a un ritmo frenético, echarse una siestecita cortita y hasta regular los latidos del corazón. Pero llorar no. El llanto impone su propio tempo. Es el tempo de las cosas que duelen. Es la dictadura del peor genocida de todos los tiempos, también conocido como dolor. Y como en toda dictadura, la primera víctima suele ser siempre el poder de decisión. Ella ahora se duele y deja dolerse. Avanza llevada por cualquiera que sea el motivo de su fatalidad. Porque avanza sin llegar a avanzar. Porque a veces uno simplemente se mueve sólo para no tener que quedarse en el sitio, para poder dejar algo atrás, aunque sólo sea un sitio, aunque sólo sea un lugar.

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Ahora ella permite que el llanto recorra todo su cuerpo antes de asomarse a la cara. No son lágrimas, son gotas de sangre destilada y blanqueada bajo la presión que trató de retenerlas. Son pedazos de desengaño disueltos en dudas. Son estrofas desafinadas y descompasadas de una canción que nadie jamás cantará.

La gente pasa por su lado sin percatarse de su existencia. Ella camina al ritmo que llora, y claro, eso molesta a más de uno que incluso chista cuando la adelanta. Estorba. Incordia. No es correcta. Está mal. De vez en cuando alguien la roza con más violencia de lo razonable. No son empujones intencionados. Ni siquiera son toques de atención. Son pellizcos que la realidad le propina para despertarla y recordarle que allí no pega, que allí está de más.

Se ríe mejor en compañía. Se llora mejor en soledad. Por eso, la molestia más grande no es ella. En estos momentos, la mayor molestia son los demás. A ella le sobra el mundo. Y le falta todo el aire disponible para respirar.

Yo la miro y me pregunto cuál será el motivo de su desdicha. Por qué hay lágrimas que no desaparecen ni bajo la lluvia. Y sobre todo, por qué ha decidido salir a la calle y ponerse a caminar.

Una mujer camina por la calle sin paraguas bajo una lluvia intensa. Desaparece de mi vista cuando dobla la esquina, pero da lo mismo porque la sigo notando, sé perfectamente que ahí sigue, bajando por la otra calle a un ritmo demasiado lento para bajar por la calle, a un ritmo ya imposible de olvidar. Y yo, que podría haber hecho algo para ayudarle, en vez de eso me he puesto a escribir este texto, ignorando así la oportunidad que me ha dado la vida para recuperar parte de mi humanidad.

Otra oportunidad perdida. Otra más.