La luz de gas y el cornudo inocente

LUCÍA ETXEBARRIA

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Hace poco un amigo se lió con una chica a la que conoció por internet. Se enamoró de ella como loco. La chica era de Barcelona, él de  Madrid. Lo siguiente fueron mensajes y más mensajes, videomensajes, Skype. Sexo por teléfono, esas cosas.

Ella fue a Madrid varias veces. Cuando él propuso ir a Barcelona, ella empezó a poner excusas absurdas. Cada vez más absurdas.

Finalmente, después de dos meses, ella está en el baño. Suena el teléfono, el novio responde a la llamada. Y así se descubre que hay un marido que no tenía ni idea del asunto. Y dos hijos.

Tanto el marido como el amante habían advertido cosas raras. Sospechaban. Pero ella respondía invariablemente con la misma cantinela: «Eres un controlador, un celoso, un obsesivo, un paranoico».  Luego, las lágrimas.  El chantaje emocional: «Si me quisieras, confiarías en mí».

Cuando he contado esta historia a terceros la gente que no había vivido la situación desde decía «el marido lo sabía de sobra», «en un matrimonio si uno es infiel, el legítimo o legítima siempre lo sabe, pero lo tolera».

Mientras que los que sí habían sido víctimas decían, unánimemente: «Me hubiera gustado que me hubieran dicho lo que pasaba, que alguien me hubiera confirmado la verdad, ojalá yo también hubiera podido hablar con su amante».

Yo he escuchado esta historia repetida ya mil veces, en diferentes versiones. Hombres, mujeres, lesbianas, gais, heteros, bis. Todos con doble vida.

Y en todos los casos, lo más triste de todo es el proceso de luz de gas que siempre le hicieron a la pareja oficial y en muchos casos también a la pareja nueva, a la persona que no vivía con ellos.

Y no, las víctimas no tenían ni idea, nunca. Llegan a desestructurarse por completo, pierden la autoestima, la sensación de cordura, la confianza y la propia identidad.

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Los 'gaslighters' (los manipuladores) saben que a la gente le gusta tener una sensación de estabilidad y normalidad. Y de esa necesidad parten para conseguir que su pareja se cuestione constantemente todo. Y la tendencia natural de los seres humanos es fijarse en la persona que le ayudará a sentirse más estable. Y esta persona (¡horror y paradoja!) pasa a ser el 'gaslighter'.

Es muy fácil decir «en cuanto notes algo, a la primera te vas». No es tan fácil hacerlo, porque en cuanto notas algo te van diciendo que no, que no lo estás notando, que tú estás mal de la cabeza, que ellos te quieren con locura, que no sabrían vivir sin ti. Desplazan la culpa: tú eres el que les estás agrediendo, al dudar tanto.

El manipulador, el abusador, es alguien de quien estás enamorado. Alguien en quien confías. Y cuanto peor te vas sintiendo, más necesitas a tu pareja, a tu refugio emocional.

No sospechas que cárcel y refugio en tu caso son lo mismo.

Cuando el 'gaslighter' utiliza esta táctica te hace sentir como si no pudieras confiar en tu propia cabeza, como si no supieras en quién confiar, por lo que empiezas a evitar las amistades: tu mundo se reduce al gaslighter. Y eso es exactamente lo que quiere: el aislamiento les da más control.

El 'gaslighting' por lo general ocurre de manera gradual en una relación, tan gradualmente que las acciones de la pareja abusadora parecen inofensivas al principio. Pero con el tiempo, la víctima empieza a sentirse confusa, ansiosa, aislada, incompetente, culpable, temerosa y deprimida. Pierde gradualmente su identidad, y es incapaz de entender lo que pasa.

Lo que me parece horrible cada vez que cuento la historia, en cualquiera de sus versiones, es ese desprecio, hacia las víctimas. En nuestro imaginario el cornudo o cornuda es tonto, consentidor, débil. La doble victimización. Primero su pareja, luego su entorno. Y no olvidemos que a veces el/la amante también es cornudo/a, si ha entrado en esa relación sin saber que su novio o novia ya tenía una pareja.

Tendemos a culpar a las víctimas como mecanismo de protección. Ante una situación ajena, por la que no nos gustaría pasar, queremos gusta pensar que tendríamos control sobre ella, que de alguna manera hubiésemos conseguido resolverla. Culpar a la víctima supone, simbólicamente, dotarnos a nosotros mismos de control sobre la situación. A nosotros, creemos, no nos pasaría. Pero sí podría pasarnos.

He escuchado a muchas víctimas decir esa frase de que no fue la infidelidad sino las mentiras las que la acabaron con su relación. Pero eso no es cierto.

Porque el verdadero verdugo de una relación tóxica acaba siendo la verdad.