Lolaland

La escritora Cristina Morató rescata del olvido a Lola Montes, la bailarina exótica que encandiló a la Europa del siglo XIX y contribuyó a la caída de Luis I de Baviera

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POR núria navarro

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En 1846, Alejandro Dumas dijo de Lola Montes: "Traerá mala suerte a todo hombre que una su destino al suyo". Por aquellos días, el compositor Franz Liszt cortó con la bailarina encerrándola en la habitación de un hotel y pagando de antemano los destrozos que haría cuando se enterara (y vaya si los hubo). Meses después, desencadenó el principio del fin de Luis I de Baviera, el rey que, ya sesentón, antepuso su enajenado amor por ella a los asuntos de Estado, hasta que tuvo que abdicar. Pónganle rostros del siglo XXI y verán que esta primera 'celebrity' de la Historia –la Bella Otero y Mata Hari son posteriores– da para varios 'Sálvame de luxe'.

FUSTA, ARAÑA Y PALIQUE

De no ser por Cristina Morató (Barcelona, 1961), que despliega ahora su vida en 'Divina Lola' (Plaza & Janés), la 'femme fatale' seguiría sepultada en el olvido. Cuando Morató trabajaba en su libro 'Viajeras intrépidas y aventureras' (2007) dio con un documento que acreditaba el cruce del itsmo de Panamá de una tal Lola Montes a lomos de una mula. "Solo supe que era una falsa española", recuerda. Como es una entusiasta de las mujeres viajeras -como ella misma-, tiró del hilo y descubrió a un bellezón de ojos azules que mentía más que hablaba, se defendía a golpes de fusta y encandilaba a los acaudalados con su flamenco de pega –su fuerte era la 'Danza de la araña', un antecedente de 'La pulga'– y su palique.

EL MUNDO A SU MEDIDA

Era una impostora. Para empezar nació en Irlanda, en 1821, y se llamaba Elizabeth Rosanna Gilbert, un nombre que solo recuperó 40 años después en su lápida, todavía en pie en el cementerio Green-wood de Brooklyn. En cuatro décadas, desafió la moral victoriana en Inglaterra y la India, se codeó con la bohemia de París, puso patas arriba Múnich, bailó –no demasiado bien– en Londres, Nueva York y Sidney, y se convirtió en una pionera del Viejo Oeste americano. Disfrazada de española –algo exótico entonces–, adaptó la realidad a su horma. No encajaba en otro mundo que no fuera su Lolaland.

EL QUIJOTE Y DOS CÓPULAS

"Hay dos 'lolas montes', la manipuladora, ambiciosa y aprovechada –admite Morató–, y la dispuesta a hacerse a sí misma, y yo prefiero la segunda". Ambas tienen su épica. A Luis I de Baviera le sacó miles y miles y miles de florines, un suntuoso palacete en la Barerstrasse de Múnich que redecoró Leo von Klenze, el arquitecto de la Gliptoteca, y un título (falso) de condesa de Landsfeld. El único capricho que no le consintió fue abrir un salón literario. "Tus ideas liberales me crearían un problema –le dijo el rey–. ¿Por qué no invitas a merendar a tus amigas?".

Toda la cascada de atenciones fue a cambio de paseos bajo los castaños de Indias, la lectura del Quijote, mucho carteo no apto para diabéticos y dos encuentros sexuales. Dos. ¡En dos años que duró la relación! Mientras tanto, Luis tuvo que apañarse con lijar a besos una copia en mármol del pie de su "Lolita" en La Residencia, su palacio de 23.000 metros cuadrados que en 1945 los bombardeos aliados se encargaron de dejar en 50.

"En Luis encontró al padre que no tuvo", la disculpa Morató, recordando que la Montes se quedó huérfana de padre –un oficial británico destinado en la India– a los 2 años y que su madre se esmeró en dejarle claro que era un lastre para ella.

"El secreto de seducción de Lola es que no trató a Luis como a un rey –prosigue la escritora–, y eso a él le encantaba". Menos 'encantados' estaban su esposa, Teresa de Sajonia –madre de sus nueve hijos–; los nobles en general y los jesuitas, que no paraban de editar líbelos dibujando a Montes como al demonio, en particular. Lola fue "el chivo expiatorio" ideal para que, en 1848, el pueblo apedreara las ventanas del palacio, degollara a unos cuantos cisnes reales y empujara a Luis a la abdicación. Y aun así, le siguió pasando 20.000 florines al año, incluso cuando la bailarina se casó con George Trafford Heald, un oficial de caballería que acababa de heredar, aunque ella le juró a Luis que iban cortos de 'cash'. Al enterarse de la mentira –la enésima–, el rey emérito cortó definitivamente el chorro.

DEL GLAMUR A LAS MINAS

"Lola era una mujer independiente, emprendedora, que ganaba su dinero cuando no tenía un protector". Estaba harta de su reputación y alguien le dijo que en América el pasado no importaba. Cruzó el Atlántico, sola, y "empezó a labrar su auténtica leyenda", según Morató. En Nueva York, justo durante el despegue del musical, vio el nicho para exprimir su mito haciendo de sí misma en los escenarios. 'Lola Montes en Baviera' se representó en Broadway en 1853, cobrando uno de los mayores cachés de la época ("ganaba 16.000 dólares al mes, cuando el sueldo de un maestro era de 500").

Como "siempre vivió por encima de sus posibilidades", cuando nuevamente se quedó sin blanca siguió la llamada de la fiebre del oro. La condesa de Landsfeld que no se había apeado de las sedas y los encajes acabó contoneándose en el Teatro Eagle de Sacramento delante de 100 mineros que escupían en el suelo. Durante dos años "fue feliz" en una cabaña en Grass Valley, cuenta Morató, "como una auténtica pionera del Oeste". Se vistió como un hombre, se rodeó de animales –oso Grizzly, incluido– y animó la vida social de aquel inhóspito rincón de Nevada.

LA REINA DE LA ORATORIA

Cuando ya no estaba para danzas de la araña, subastó joyas por valor de 30.000 dólares y regresó a Nueva York, donde se coronó como la reina de la oratoria, dando conferencias a uno y otro lado del Atlántico con títulos como 'Galantería', 'Heroínas de la Historia' –entre las que se incluía, faltaría más– o 'Las artes de la belleza o secretos del tocador de una dama', que más tarde sacaría en libro y vendería 70.000 copias. "Tenía mucho gancho con la palabra y llegó a cobrar más que Charles Dickens".

Hoy su imagen cuelga en una esquina de la Galería de las Bellezas de Nymphenburg, villa suburbana en la que Hermann Göring quiso abrir un museo de caza y de donde desapareció misteriosamente la cama del rey. Comparte espacio con otros 'caprichos' de Luis I como la baronesa Carlotta von Breidbach-Bürresheim y la aventurera inglesa Jane Rigby, y con familiares como Ludovica von Wittelsbach, la madre de Sissí. Es el segundo retrato de la Montes que encargó Luis I de Baviera a Joseph Karl Stieler. En el primero, aparecía con mantilla española –¿demasiado ordinaria?– y ella misma se encargó de subastarlo en Australia para tapar agujeros.

Al final de sus días, aseguró: "Si todo lo que se ha escrito sobre mí fuera cierto, merecería ser enterrada viva". De la versión de Cristina Morató no tendría queja, seguro.

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