negaré que lo he escrito

Al lloro

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RISTO MEJIDE

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Llegamos al mundo berreando. Y no creo que sea casualidad. Cuanto más la estiro, más me doy cuenta de que la vida es una insulsa espera entre un llanto y el siguiente. Y así hasta que nos sobreviene el último lloro, el de los seres queridos que dejamos atrás. Ojo que nadie me confunda el llanto con cosas sólo tristes. Que se puede llorar de muchas cosas, de alegría, de tristeza o de la risa más tonta, da igual. 

Negaré que lo he escrito, pero el llanto no es más que la forma que tiene la naturaleza de decirle a nuestro cuerpo que una emoción le ha vuelto a ganar. Y tanto es así que al final no vale la pena estar respirando si uno no llora bien lloradas las cosas, pues llorar al final es sólo el síntoma de una afección muy grave y contagiosa llamada vitalidad.

Tampoco creo que sea casual el verbo que empleamos cuando se nos desbordan los ojos. Utilizamos el verbo 'derramar'. Derramamos lágrimas, no nos conformamos con expulsarlas, las tenemos que derramar. Y sólo se derrama aquello que estuvo en algún momento contenido, encerrado y sujeto. Sólo se derrama aquello que tarde o temprano se tendría que liberar. Se nos derrama la vista y entonces es cuando parece que se nos nubla, dando lugar así a las únicas nubes del mundo que llegan siempre después del aguacero. Nubes que aparecen con el suelo mojado. Nubes que llegan como cualquier excusa, tarde y mal.

Los surcos que dejan las lágrimas. No sé si tienen algún nombre, pero deberían. En caso de que no lo tengan, me parece otra injusticia más. Tampoco entiendo por qué les ponemos nombres a los ríos y no a las lágrimas, igual es porque sabemos que los primeros, aburridos ellos, van siempre a parar al mismo lugar. Sin embargo el destino de una lágrima es siempre impredecible, un misterio, como el título de una buena novela, esa pregunta que sólo el tiempo y el paso de las hojas se ocuparán de contestar. Y hablando de ocupaciones, otra cosa que me atormenta, que sólo le pongamos nombre a las cosas que sabemos cómo acabarán. Espera, igual no les ponemos nombre porque son cauces de usar y tirar. Como las causas que los provocan, qui lo sa.

El caso es que me disponía a explicar las variadas y variables maneras de darle uso al lagrimal, y al hacerlo enseguida me he dado cuenta de que no importa tanto la forma como la postura. Quien haya llorado de verdad, sabe que el llanto es incontrolable, se apodera enseguida del pulso, de la respiración, de tus fosas nasales y tu expresión facial. Sí, en las cosas del regar mejillas, lo importante no está tanto en la cara como en el resto del cuerpo. 

Llorar de pie es llorar urgente. Aquí te pillo aquí te mato. Es el llorar del tanatorio. Es el llorar del que camina rápido. Es el llorar bajo la lluvia, invisible al ojo ajeno. Llora de pie quien no ha tenido tiempo de llorar de otro modo. Por eso es el más sincero, porque quizás sea el menos elaborado, el más natural.

Llorar sentado es sentir en diferido. Como los sueldos de Cospedal. Se llora sentado cuando no se ha podido, sabido o debido llorar de pie. Claro que también se llora viendo películas y leyendo libros que tocan teclas y remueven sentimientos que no esperabas. Sorprenden, sí, pero siempre a sabiendas de que te podías llegar a derrumbar.

Por último, llorar estirado es todo lo contrario, es llorar a futuro. Por eso es quizás el más profundo. Porque es el llanto de la pareja que ya ha roto y aún no lo sabe, el de las noches en vela, el de la impotencia, el de la rabia, el de la pérdida, el de la muerte, el de la separación, el de la infidelidad. El de todas las cosas que no entenderemos nunca. El de todas las cosas que uno sabe que, irremediablemente, pasarán. Todo más pronto que ya. Se llora por todo lo que se va a empezar a llorar.

Siempre que tengas ocasión, sea buena o mala la noticia, llora, tú llora como te dé la gana, pero llora hasta que se te sequen los ojos si hace falta.

Ah, pero algo muy importante.

Jamás te fíes de alguien que dice que no sabe llorar.