Científicas silenciadas

Las damas que miraban al cielo

Mapearon el firmamento y sentaron las bases de la astronomía, pero la comunidad científica las ninguneó. Una novela rescata ahora a las 'calculadoras de estrellas de Harvard'.

nnavarro36292326 mas periodico annie jump cannon161118121422

nnavarro36292326 mas periodico annie jump cannon161118121422 / periodico

POR JUAN FERNÁNDEZ

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

La de la ciencia es, por lo general, una historia escrita por hombres y protagonizada en su inmensa mayoría por hombres. No hay más que echar un vistazo a la orla del Nobel para comprobarlo: entre las más de 500 mentes preclaras que fueron laureadas en las disciplinas de Física, Química y Medicina desde 1901, apenas hay una quincena de féminas. Sin embargo, este marcado acento masculino esconde multitud de situaciones en las que el trabajo duro de los laboratorios lo llevaron a cabo ellas, y a veces también los auténticos descubrimientos, pero la gloria fue para ellos. La de las calculadoras de Harvard es una de esas páginas de la historia de la investigación en las que la aportación de las mujeres acabó siendo ninguneada por quienes escribieron el relato científico.

EN LA COCINA DEL BIG BANG

Entre 1886 y 1919, un grupo de damas vivió entregado a la ímproba tarea de localizar, identificar y numerar todas las estrellas del firmamento visible en ese momento. Mapearon el cielo al completo desde una sala del Observatorio de la Universidad de Harvard (EEUU), una entidad que en esos años aún tenía vedada la entrada de las mujeres a sus aulas. Algunas de ellas acabarían convertidas en astrónomas de cierto prestigio, pero la mayoría fue eclipsada por los descubrimientos que otros científicos –estos varones y con nombre propio en la historia de la astronomía moderna– llevaron a cabo en la primera mitad del siglo XX. Lo paradójico es que muchos de esos hallazgos, algunos tan trascendentales como la teoría del Big Bang o la fórmula para calcular la distancia entre los cuerpos celestes, se basaron en los cálculos que, calladamente y sin aplauso, realizaron aquellas mujeres.

"La ciencia tiene una deuda con ellas", afirma el novelista y divulgador científico Miguel Ángel Delgado, quien ha intentado saldar esa cuenta pendiente a través de su último libro. 'Las calculadoras de estrellas' (Destino) no es un ensayo histórico ni un tratado de ciencia sino una novela en la que un personaje de ficción, la protagonista principal, conduce al lector por la vida de aquellas mujeres. Tiene sentido la elección del género literario, porque conviene conocer la dimensión humana de sus biografías para llegar a calibrar la relevancia de sus figuras.

FILANTROPÍA ESTELAR

El contexto histórico también cuenta. A finales del siglo XIX, algunas de las mayores fortunas norteamericanas se lanzaron a la carrera de apadrinar proyectos filantrópicos que aportaran beneficios a la sociedad y prestigio a sus apellidos. Como el cervecero Matthew Vassar, que puso en marcha en 1861 la primera universidad femenina de élite de aquel país, en cuyas aulas impartió clase María Mitchell, una de las protagonistas de esta historia. O la viuda del astrónomo Henry Drapper, que donó casi medio millón de dólares para hacer realidad el sueño de su marido: catalogar, uno a uno, todos los astros del firmamento. Estamos en una época en la que el cielo conservaba las cualidades insondables que siglos atrás, en la época de los descubrimientos, habían tenido los océanos.

La misión recayó en el Observatorio de la Universidad de Harvard, cuyo director, Edward Pickering, tuvo la ocurrencia de contratar a mujeres para que llevaran a cabo esta tarea. No le movía ninguna aspiración feminista, sino el puro interés económico y práctico: a ellas podía pagarles la mitad de lo que cobraban los becarios y, según las observaciones que dejó escritas, las mujeres hacían mejor que los hombres un trabajo que no exigía pensar, sino solo ser metódico, detallista y constante.

Lo que no había previsto el académico, de cuyo grupo de contables con faldas se burlaban en Harvard llamándole el 'harén de Pickering', era que a aquellas mujeres pudiera darles por pensar, y que a fuerza de andar tomando notas sobre el tamaño, el brillo y el espectro de las estrellas, acabaran estableciendo teorías astronómicas y leyes cósmicas.

DE SIRVIENTA A PIONERA

Pero esto es lo que ocurrió. El primer fichaje del director del Observatorio fue su propia sirvienta, Williamina Fleming, una emigrante escocesa abandonada por su marido tras quedarse embarazada y que en poco tiempo pasó de sacarle brillo a la cubertería de Pickering a descubrir notables hitos celestes, como la nebulosa estelar Cabeza de Caballo o las enanas blancas. Mina –así la conocían en Harvard– ejerció de capitana de un grupo de damas por el que pasaron, a lo largo de tres décadas, figuras como Cecilia Payne, que descubrió que las estrellas estaban formadas por hidrógeno, o Antonia Maury, que estableció un sistema para clasificar los astros que marcaría un antes y un después en la historia de la Astronomía.

Ninguno de los trascendentales hallazgos que hicieron las libraron del desprecio con el que las miró la comunidad científica del momento. ¿Qué esperar de una sociedad que ponía el grito en el cielo ante la idea de que unas chicas estuvieran de madrugada mirando las estrellas bajo la cúpula de un observatorio? "La moral de la época dictaba que una señorita no debía estar fuera de su alcoba después de las 10 de la noche. Como para estudiar astronomía en esas condiciones", apunta Delgado, quien llegó a manejar las cartas que Mina Fleming se cruzó con su patrón pidiéndole un aumento de salario. Pickering se negó advirtiéndole que debía darle las gracias porque al menos le pagaba algo.

UN COMETA Y UN CRÁTER

La única que escapó a esa maldición fue María Mitchell, titular de una biografía de novela. Familiarizada con las estrellas a fuerza de ver a su padre ajustando los cronómetros de los barcos balleneros que partían de la isla de Nantucket, tras estudiar astronomía se especializó en el estudio del cielo y a los 29 años descubrió un cometa que más tarde recibiría su nombre, al igual que un cráter de la Luna. Viajó por Europa, tuvo el privilegio de pisar el observatorio del Vaticano, vedado hasta entonces a las mujeres, y está considerada la primera gran astrónoma de Estados Unidos, donde también se aprecia su bis feminista. "Peleó por los derechos de las mujeres toda su vida. Sus escritos son tan avanzados y modernos que parecen de hoy", señala Delgado.

Otras corrieron peor suerte. Absorbidas por su fascinación por el cielo, la mayoría envejecieron sin compromisos matrimoniales ni crianzas que las apartaran de las estrellas. A algunas se les llegó a perder la pista. Como a Henrietta Swan Leavitt, que años más tarde de abandonar Harvard fue nominada para el premio Nobel. Cuando el cartero dio con su domicilio, la científica llevaba varios años muerta.