EUROPA 'VOTA' A LOS PRESIDENTES DE EEUU

Kennedy 1, Bush 0

La sintonía de la opinión pública europea con Obama, incluso desde antes de su elección en noviembre del 2008, solo es equiparable al apoyo del que disfrutaron Roosevelt y el presidente asesinado en Dallas

John F. Kennedy conmovió a Europa con el discurso que hizo en Berlín el 26 de junio de 1963, dos años después de la construcción del Muro.

John F. Kennedy conmovió a Europa con el discurso que hizo en Berlín el 26 de junio de 1963, dos años después de la construcción del Muro.

POR ALBERT GARRIDO

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Quizá Barack Obama ha sido el presidente de Estados Unidos con más apoyos en Europa desde los lejanos días de Franklin D. Roosevelt, que sumó su país a la guerra contra la Alemania nazi después del ataque japonés a la base de Pearl Harbor (7 de diciembre de 1941). Puede decirse que Obama ha sido el presidente más votado en el Viejo Continente, siquiera de forma virtual, mientras Donald Trump es el que menos simpatías ha despertado en decenios, y ese era un récord difícil de lograr habida cuenta de que entre sus predecesores se cuentan Richard M. Nixon y George W. Bush.

Obama empezó con buen pie antes de ser elegido presidente en noviembre del 2008. El 24 de julio de aquel año una multitud acudió al Tiergarten de Berlín para escuchar al senador Barack Obama, recién elegido aspirante demócrata al Despacho Oval. "No hablo como candidato a presidente, sino como ciudadano", dijo. Los congregados estallaron en aplausos y sobrevoló Berlín el recuerdo de John F. Kennedy, un tipo simpático, con gancho, a menudo un calavera, según se supo después, que el 26 de junio de 1963 proclamó en una ciudad con la cicatriz del Muro recién levantado y la Guerra Fría a toda máquina: "Ich bin ein berliner" ("soy berlinés", dicho en alemán).

EL CAMELOT DE WASHINGTON

El Camelot de Washington de por aquel entonces llamaba tanto la atención a los europeos y sumaba tantas simpatías a este lado del océano como antes la austeridad monástica practicada por Dwight D. Eisenhower durante sus ocho años al frente de la nave (1953-1961). Más aún después de pronunciar su discurso de despedida, en el que alertó de los riesgos de que el complejo militar-industrial se adueñara del timón. Claro que antes apareció por Madrid (21 de diciembre de 1959), bendijo la dictadura de Franco y la opinión que la España humillada guardó de Eisenhower se alejó bastante de la del resto de europeos.

En este caso, como en tantos otros, se impuso el pragmatismo resumido por Roosevelt a propósito de Anastasio Somoza: "Es un hijo de puta, pero es 'nuestro' hijo de puta". Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon, enfangados en la guerra de Vietnam, se acogieron a la máxima en la larga batalla del sudeste asiático: los gobernantes de Saigón constituían una caterva impresentable, un compendio de corrupción, pero resultaban necesarios. La opinión pública europea denostó a ambos y las manifestaciones contra la carnicería fueron tan frecuentes en Europa como los esfuerzos desplegados por ambos presidentes y sus generales para presentar la guerra como un mal inevitable, acaso necesario.

EL PRECIO DE IRAK

Esa presunta necesidad de recurrir a las armas fue la tumba europea de George W. Bush, el presidente más desprestigiado a partir del momento en que decidió invadir Irak. Cuando los manifestantes en todas partes clamaron contra la invasión, un editorial de 'The New York Times' identificó a los nuevos adversarios del presidente: los europeos movilizados. Frente a la coalición internacional que armó su padre, George H. W. Bush, después de la invasión iraquí de Kuwait en 1990, Bush hijo solo fue capaz de posar en las Azores con Tony Blair y José María Aznar, un episodio que ahondó la división en la UE y enardeció la calle.

En descargo de George W. Bush hay que decir que había sucedido a otro profesional de la simpatía, Bill Clinton, un presidente con ideas propias y una vida privada a ratos tumultuosa ('caso Monica Levinski'). Algo de kennediano, burlón y listo de la clase tiene Clinton –los recitales de saxofón, de gran ayuda–, pero nunca tuvo la rendida clientela europea que siguió a John F. Kennedy hasta el atentado de Dallas. Lo mismo puede decirse de Jimmy Carter, que siguió al muy profesional y aburrido Gerald Ford, pero sucumbió en Irán (crisis de los rehenes) y se apagó su estrella en beneficio de Ronald Reagan, la mejor sonrisa de la revolución conservadora, que nunca sintieron los europeos como algo propio salvo en el Reino Unido.

A saber qué otorga a los presidentes de EEUU la aprobación popular europea. "Hice lo que había que hacer" es el epitafio en la tumba de Harry S.Truman. Pero, ¿lo que sienten los europeos que hay que hacer es lo mismo que sienten los estadounidenses? Parece que no.