ÉRASE UNA VEZ LA MÁQUINA DE ESCRIBIR

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Los ordenadores pasan y se renuevan, pero nadie tira la Olivetti, la Olympia, la Remington...

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Jordi Puntí

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¿Cuándo se consumó La Gran Traición? ¿En qué momento los escritores arrinconaron definitivamente su máquina de escribir para confiar sus excursiones de la imaginación –y sus neurosis– al procesador de textos, también llamado ordenador? La mayoría de autores no hablan de ello porque fue un acto privado, que silenciaba para siempre el ritmo del tecleo, pero sobre todo por mala conciencia: la prueba es que casi todos conservan en casa una máquina, exiliada en un armario. Hace más de 30 años que no la tocan, pero saben que está allí, servicial como un viejo criado del imperio británico, a punto por si algún día se va la luz, o hay que hacer frente a un bloqueo creativo. Los ordenadores pasan y se renuevan con versiones portátiles, pero nadie tira la Olivetti, la Olympia, la Remington...

En el año 2000, en 'Historia de mi máquina de escribir', Paul Auster hacía un homenaje a la Olympia portátil que posee desde 1974, y que hoy en día todavía lo acompaña. Auster también cuenta que una vez probó el ordenador –un desliz–, pero acabó volviendo a su vieja amiga. Aunque son una minoría, hay otros escritores que no han dejado de ser fieles al tintineo del carro, nombres como Josep M. Espinàs, Javier Marías o Don Delillo. El autor de 'Submundo' contaba en una entrevista que le gusta la forma de las letras cuando quedan impresas en la hoja. «Es arquitectónico», decía, «es escultural».

Un caso de estudio es Cormac McCarthy. En el 2009, Christie’s subastó su Lettera 32 de Olivetti, la máquina con la que había escrito novelas como 'No es país para viejos' y 'La carretera'. Algún millonario letraherido la compró por 250.000 dólares, y entonces se supo que McCarthy solo se había desprendido de ella porque tenía otra igual.

Podríamos decir, pues, que estamos ante una relación sentimental, basada en la confianza mutua, pero a la vez con un punto de dependencia. Hay un desgaste físico que va al compás del ejercicio mental. Es como si las máquinas de escribir tuvieran en el fondo de su estómago mecánico un manantial infinito de palabras, y el autor tuviera que teclear –darle un masaje diario– para que todas esas letras salgan ordenadas en forma de novela, de ensayo.

En el otro extremo hoy en día hay toda una generación, o dos, que han crecido sin saber qué es una máquina de escribir. Ignoran esa música del tecleo –la misma que llevó a <strong>Serguéi Dovlátov</strong> a titular sus notas personales como 'Solo para Underwood'–, y también desconocen la salvación del <strong>Tipp-ex</strong>, la complicidad del papel carbón, el infierno de corregir y repicar la enésima versión de una novela. Más de una vez he comprobado que, cuando ven una máquina, los niños de ahora no la entienden, la miran como si fuera un objeto prehistórico, pero a la vez se sienten atraídos por el artefacto. Pon un papel, enséñales cómo funciona y, como si tocaran un piano por primera vez, diez segundos después escribirán: kasncjkjdkoo de !! ppdn frrrnuuan... Por algo se empieza.

(Nota: en la redacción de este texto no se ha maltratado ninguna máquina de escribir.)

Jordi Puntí es el traductor al catalán de 'The story of my typewriter' ('Història de la meva màquina d’escriure'), de Paul Auster, libro publicado por Edicions 62 en el 2002.

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