EFECTOS DEL CAMBIO CLIMÁTICO

Cuando mueren los camellos

La región de Turkana, en el noroeste de Kenia, ha sido una de las zonas más afectadas por una sequía que ha acabado con centenares de miles de reses en el Cuerno de África

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zentauroepp41421977 mas periodico agnes loichonga pide que se la retrate junto a180102181933 / JAVIER TRIANA

Javier Triana

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Nick Thuo jamás había visto buitres tan grandes como en la frontera entre Kenia y Etiopía. Allí es fácil toparse con los cadáveres del ganado que no resistió el persistente retraso de la lluvia. «En algunos pueblos casi ni podías entrar por la peste a animal muerto», dice el coordinador de la Cruz Roja de Kenia en la árida región de Turkana, en el noroeste de Kenia. 

Para los carroñeros, la sequía son las rebajas. Para los pastores, que es la ocupación de la mayoría de los habitantes de Turkana, la sequía es una forma de que se evapore su medio de subsistencia. La temporada corta de lluvias en Kenia, entre octubre y diciembre, no fue tal en el 2016. Entonces se estimaron 2,6 millones de personas con necesidad de ayuda humanitaria en el país africano. La temporada larga de lluvias del 2017, entre marzo y junio, tampoco aportó gran cosa y elevó a 3,4 millones el número de kenianos en situación de emergencia. Las lluvias empezaron tarde y procuraron menos agua que la media histórica, sobre todo en el árido norte. En febrero del 2017, el Gobierno keniano declaró una situación de desastre nacional y una de las zonas más desastradas del país fue Turkana.

Turkana se llama Turkana porque allí habitan los turkana, una tribu de pastores que habla un idioma llamado turkana y cuya zona la delimita en su frontera oriental un lago bautizado como... Turkana. Los turkana están habituados a una existencia difícil porque en sus dominios la sequía no es un fenómeno recurrente, sino más bien un modo de vida. Pero en el 2017 las cosas se han puesto más feas de lo habitual. La distancia media hasta el agua pasó de ser de seis kilómetros entre la ida y la vuelta a más de diez en comparación con el año anterior. 

Paisaje con cadáveres

En esas condiciones, las ovejas suelen ser las primeras en caer, junto con las vacas. Las cabras son más resistentes. Pero cuando éstas empiezan a morir, los burros y los camellos deberían echarse a temblar porque la cosa es seria, y algún cadáver de camello completa el paisaje de camino a la aldea de Ngimuriae, hacia donde nos dirigimos. En el macabro orden de mamíferos víctimas de la sed y el hambre, el turno del humano sigue al del camello.

A Ikal Ang’elei, coordinadora de la asociación Amigos del lago Turkana, el tema le enciende. La ecologista lamenta que en Turkana no se haya creado un plan a largo plazo para la gestión del agua, porque la escasa lluvia se usa principalmente para el regadío, no se almacena de ninguna forma y termina por perderse debido a la altísima tasa de evaporación de la zona. Encontrar formas de almacenaje es difícil en una región árida, pobre, poco poblada y que no le reporta demasiados votos al Gobierno. No ha ayudado la construcción de la presa del río Turkwel.

La presa embalsa las aguas del río Turkwel, que en teoría debería transportar hasta el salino lago Turkana en cantidades mayores. A vista de pájaro, la función del Turkwel para la región de Turkana resulta muy evidente: es su cordón umbilical. Parte desde las colinas de Cherangany, uno los cinco depósitos naturales de agua del país, situadas en el oeste de Kenia. Pero en apenas 300 kilómetros en dirección norte, el paisaje cambia del verde más exuberante a un parduzco que alerta del terreno yermo. Solo el río Turkwel, con sus aguas chocolatosas y sus riberas más verdes, desafía un poco lo monocromo del cuadro.

La carretera con Kitale

Hay un segundo cordón umbilical: la carretera que la une con Kitale, una ciudad pegada a las colinas de Cherangany, que discurre en paralelo al río Turkwel. Por ella viajan cada noche decenas de camiones con la dosis de productos perecederos que no se pueden producir en Turkana y que, con el transporte desde Kitale, ven aumentar su precio en destino. Así que una avería en la ruta al norte puede mantener desabastecidos los puestecillos del mercado de la ciudad, donde el sol se encarga de que la mercancía huela más a podrido que a fresco. ¿Las zanahorias? Vienen de Kitale. ¿Los aguacates? De Kitale. ¿Tomates, patatas, cebollas? Kitale. Mismo lugar de procedencia de las naranjas, las sandías, las piñas o las coles. «¡Excepto esto! Esto es de Lodwar», apunta una vendedora del mercado mostrando una papaya mustia. Si el agua no fluye por el Turkwel y los camiones no hacen lo propio por la carretera paralela, en Turkana terminarán comiendo arena, espinas de acacia, carne de cabra vieja y papayas pachuchas.

El ganadero Samson Lomare ha pasado de ser dueño de 70 cabras y ovejas a poseer solo tres reses

De repente, en septiembre del 2013, los ánimos se levantaron momentáneamente en Turkana con el descubrimiento de dos reservas de agua subterránea que «podrían abastecer de agua al país durante 70 años», según los números que echó entonces el Gobierno, más amigo de que resuelva los problemas la casualidad que de que lo hagan el buen criterio y la buena voluntad. Pero como la alegría dura poco en la casa del pobre, a los 15 meses se descubrió que los niveles de salinidad de los pozos eran siete veces superiores a los límites establecidos por la Organización Mundial de la Salud. 

Ni ganado ni huertas pueden beber tampoco agua salada.

Pero nosotros estábamos de camino a Ngimuriae. Es un pueblo de chozas de madera y hojas de palma, con un vallado de palos a modo de corral. Allí no hay electricidad, ni agua corriente, ni retretes, y ni siquiera una tienda o una escuela. Sí hay malnutrición. Es el mediodía de otro caluroso día en el desierto y sus habitantes dormitan para pasar las horas más duras del día. Como casi no hay árboles, duermen bajo un sombrajo o en sus casas. Sí hay cobertura: el teléfono ha despertado a David Lokuk hace unos minutos. Le llamaban los de Cruz Roja, que han ido a echar un vistazo a la situación en esa zona, donde llevan a cabo un programa de compra de ganado a pastores en situación de emergencia. Los líderes locales, como David Lokuk, identifican a los vecinos que más dificultades han encontrado por culpa de la ausencia de lluvia, a aquellos con mujeres embarazadas y sin nada que comer, o con ancianos enfermos, por ejemplo. Al mismo tiempo, esas familias tienen que estar dispuestas a deshacerse del ganado, algo complicado entre las comunidades de pastores de la zona, donde más valen unas cuantas vacas que unos cuantos billetes. Pero la situación es límite y han perdido ya demasiadas reses. 

Las últimas víctimas

El ganadero se embolsa un dinero y la organización humanitaria sacrificará el animal y lo donará, por ejemplo, a una escuela, para que varíe su dieta de maíz y alubias. Pero hay quien piensa que este esquema termina por crear dependencia. «Las lluvias se retrasan la mayoría de las veces –advierte Ikal Ang’elei–. Las comunidades te dicen que la situación es dura y esto viene tras años de ayuda humanitaria. La gente intenta obtener más haciendo como que no tiene. No siempre refleja la realidad». Ang’elei cree que la definición de pobreza como aquel que cuenta con menos de un dólar al día no es aplicable a Turkana: ¿Cómo es posible que Turkana sea una provincia con un nivel de pobreza estimada del 96% y que a la vez sea la que más ganado tiene del país?

«Los dueños de ese ganado no son la gente del Gobierno o los que trabajan en oficinas en Lodwar (la capital de Turkana) ¿Serán los dueños los mismos que hemos clasificado como el 96% de pobres? Todavía estoy intentando entender esas cifras», apunta Ikal Ang’elei.

David Lokuk quiere mostrar las últimas víctimas de la sequía en Ngimuriae. Son dos macabros corros de vacas y ovejas descompuestas por el sol y los carroñeros. A ese cuadrante los lugareños han decidido arrastrar los animales muertos desde los corrales que rodean sus chozas. 

Samson Lomare era el propietario de algunos de esos animales: ha pasado de tener 70 cabras y ovejas a solo tres reses. Su vecina Agnes Loichonga tiene mueca de preocupación. Dice que poseía 80 cabezas de ganado y ahora le quedan seis. No sabe qué hacer, porque además uno de sus hijos está en la escuela y hay que pagar las tasas. ¿Ha pensado en vender el ganado que le queda y dedicarse a otra cosa? No sabe a qué se dedicaría. ¿Ha pensado en recoger el campamento y marchar a un lugar más fértil? No conoce otro entorno que no sea éste. 

Y eso que el cercano río Kerio, que es solo un río estacional, tiene en ese momento un buen caudal de agua marrón: la que consumen en Ngimuriae por la falta de alternativas. David Lokuk quiere enseñarlo. El anciano se detiene ante el río y advierte de que solo presenta esa imagen unas pocas semanas al año. «Antes del mes que viene, estará seco».