La América violada: las violencias contra las mujeres en la conquista y la colonización

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Núria Marrón

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Días atrás, Pablo Casado se descolgó con que «la hispanidad fue la etapa más brillante de la humanidad», palabras que desdeñaron la historia de barbarie con la que se ejecutó la conquista y la colonización de América, perfectamente documentada incluso en las crónicas de los invasores. Ya saben: perros mastines adiestrados para devorar a humanos; matanzas metódicas; ajusticiamientos públicos, y amputaciones ejemplarizantes de manos, narices y pechos. Pero si un hecho caracterizó aquel 'modus operandi' fue el uso sistemático de las violaciones y las violencias contra las mujeres, con las que los conquistadores –apenas un puñado frente a millones de nativos– convirtieron los cuerpos femeninos en territorios arrasables con el fin de propagar el terror. «Si no, los indios se alzarían y se rebelarían, y los que no están alzados no vendrían a servir ni a dar la obediencia que deben».

Estas palabras, recién salidas del siglo XVI, las soltó en sede judicial y en su descargo un depredador gaditano llamado Lázaro Fonte, que fue acusado de robar esmeraldas, de perpetrar masacres y de violar incluso a niñas a las que ataba, entre gritos y llantos, ante la inacción de sus compinches. Adivinarán que la causa principal contra este coronel Kurtz de 'El corazón de las tinieblas' fue la del robo, y que acabó denunciado más por enemistad con la autoridad de la zona que porque tales atrocidades «se consideraran una conducta punible, ya que, como se demostró a lo largo del juicio, casi nadie fue procesado» por los delitos de lesa humanidad que se cometieron en América, mantiene el historiador Esteban Mira Caballos.

Memoria racializada

Ahí está, si no, la memoria femenina y racializada de la conquista y la colonización, que de un tiempo a esta parte está volviendo con furia. Mujeres esclavizadas que eran violadas para, una vez embarazadas, venderlas a mejor precio. Harenes forzosos que podían llegar a estar formados por hasta 20 nativas –«las tienen en hierros y las azotan y trasquilan para que hagan su voluntad, y como todos son de la misma opinión se tapa y disimula todo», denunciaba el religioso Luis Morales–. Bebés arrancados de la teta de la madre y arrojados contra las piedras. Jóvenes ofrecidas como señal de cortesía por los caciques.

Y miles de violaciones, algunas de ellas documentadas con banalidad y pulso forense por «los blancos de sangre pura que se situaron –mantiene el investigador Gerardo León Guerrero–en la cúspide de la jerarquía social» y dispensaron a 'los otros' trato de residuo. Ahí va una de Michele de Cuneo, amigo y compañero de Colón en su segunda expedición. «Estando yo en la barca tomé una 'cambala' bellísima que me regaló el señor almirante [Colón]. Cuando quise poner en ejecución mi deseo, ella se opuso y se defendió con las uñas (...) Eché mano de una soga y le di una tunda que no os podéis imaginar los gritos que profería. Finalmente nos pusimos tan de acuerdo que solo os diré que parecía entrenada en una escuela de rameras».

"Sabandijas" y "víboras"

Cabe decir que los españoles desembarcaron en América con un conjunto de ideas misóginas y delirantes que bullían entonces en Europa y que acabaron desencadenando la caza de brujas y marcando la modernidad. Las mujeres, según recogía el cronista bogonato Juan Rodríguez Freyle, eran «sabandijas», «víboras, cabezas de pecado y destrucción del paraíso», escribió el hombre en un arrebato de odio florido. Si las damas blancas inspiraban tal adjetivación, imaginarán el trato que, a su juicio, merecían todas aquellas nativas retratadas en crónicas y grabados como mujeres libidinosas que andaban desnudas, con sus "pechos erguidos" y sus "cuerpos en los que no había nada defectuoso".

Aquello, pues, no iba solo de dominación territorial y económica, también iba de dominación corporal y sexual. «Mucho antes de la era del imperialismo victoriano, África y América se habían convertido en una especie de pornotrópico para la imaginación europea, una fantástica linterna mágica de la mente en la proyectaban sus miedos y deseos reprimidos», escribía la pensadora Anne McClintock. Y aquella imaginería protoporno con la que se narró la conquista y la colonización permitió dos cosas: propagar una especie de leyenda de El Dorado sexual para atraer a jóvenes al continente y, a la vez, legitimar a las nacientes naciones europeas como castas, católicas y, sobre todo, civilizadas, frente al supuesto salvajismo indígena.

Patriarcado de alta intensidad

La antropóloga Rita Segato mantiene que, con la llegada de los conquistadores, «se pasó de un patriarcado de baja intensidad a uno de alta» a medida que se fue instalando la idea del macho violento y viril construida con la imagen del colonizador. Una dominación que se arrastra hasta hoy y que anida tanto en los excluidos del sistema que sienten que en casa siempre tienen a alguien a quien aplastar, como tras esa fosa común de cadáveres de mujeres –pobres y de ascendencia indígena– violentadas de forma extrema y que sirven a las mafias para exhibir su poder y su listón de bestialidad ante sus pares y el Estado. «La violación colonial perpetrada por los señores blancos a mujeres indígenas y negras, y la mezcla resultante, está en el origen de todas las construcciones sobre nuestra identidad nacional»,  asegura la filósofa afrobrasileña Sueli Carneiro.