El fin del régimen libio

El vía crucis de Libia

Trípoli comienza a sacudirse el miedo tras más de 40 años de terror del régimen gadafista

Un rebelde libio, sentado en una silla de oficina, cerca de un control en el acceso a Ras Lanuf.

Un rebelde libio, sentado en una silla de oficina, cerca de un control en el acceso a Ras Lanuf.

MARC MARGINEDAS

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Cada primero de septiembre, incluso durante la ardua década de sanciones internacionales de los años 90 decretadas por la comunidad internacional, la Jamahiria libia conmemoraba con toda la parafernalia imaginable -y la inimaginable también-- el aniversario de su nacimiento. El régimen de Muamar Gadafi no dejaba entonces margen a la improvisación y, en los días anteriores a la efeméride, su maquinaria propagandística se preparaba a conciencia para recordar que tal día como aquel, en el año 1969, un jovencísimo y apuesto coronel de tan solo 27 años, originario de la localidad de Sirte, en la costa mediterránea, derrocó mediante un golpe de Estado sin sangre al indolente Idriss I, el primer y único rey que ha tenido Libia.

Trípoli se engalanaba para la ocasión: se sembraba la ciudad de carteles y pósteres panegíricos, loando las virtudes y acciones de gobierno de El Líder. Se inauguraban hospitales con gran pompa, para lo cual se sacrificaban dóciles e inocentes camellos atados a la entrada de las clínicas recién construidas, animales ajenos por completo al destino que iban a correr minutos después, cuando se les seccionara el gaznate; se celebraban largos y poco interesantes desfiles en la plaza Verde de Trípoli, bajo un sol de justicia, donde se respiraba odio a Occidente y donde los aviones de la compañía aérea nacional realizaban vuelos rasantes para demostrar a la concurrencia que la prohibición de importar piezas de recambio para aeronaves incluida en la resolución 883 del Consejo de Seguridad de la ONU no les impedía a aquellas elevarse a los cielos.

RECLUIDOS / Se invitaba, en fin, a un buen número de corresponsales extranjeros a cubrir el evento, a quienes se recluía en hoteles dentro de Trípoli o en las afueras, confiscándoles el pasaporte en cuanto se registraban en recepción, permitiéndoles solo salir a la calle si iban acompañados de un funcionario local y devolviéndoles sus documentos solo cuando emprendían el camino de salida.

Este estado de cosas, que convertían a Libia en uno de los países más herméticos del mundo, donde pocas informaciones fidedignas traspasaban más allá de las fronteras y que guardaba incluso similitudes con la Corea del Norte de Kim Jong-Il, está a punto de ser historia. Las fuerzas del movimiento contestatario contra el régimen gadafista surgido el 17 de febrero pasado en Bengasi y otras ciudades del este han conseguido, después de más de medio año y algunos momentos críticos --como el asedio gadafista a Misrata de la primavera- abrirse paso hasta Trípoli, obligando a Gadafi a entrar en la clandestinidad y a esconderse de todos para poder seguir disfrutando de libertad. Mahmud Jibril, primer ministro del Gobierno revolucionario libio, ha dicho que el mayor temor del exlíder libio «es acabar en un zulo como Sadam Husein». Después de lo sucedido durante esta última semana en la capital, ese día está ya más cercano.

Una de las novedades que está teniendo lugar en estos mismos días en Trípoli, cuando aún resuena el eco de los combates y los disparos aislados de los francotiradores, es el contacto que empiezan a entablar con los extranjeros los habitantes locales, una población --sobre todo los adultos-- relativamente poco acostumbrada al trato con gentes no árabes. «Where are you from?; where are you from?; Welcome to Libya, welcome to Libya!» (¿de dónde sois?, bienvenidos a Libia), repetía de forma inocente, en un precario inglés, el viernes, a la salida de la plegaria semanal, en una céntrica mezquita, Bahir Abu Qarar, un comerciante de relojes de 52 años, a todo periodista que se le aproximaba para hacerle unas preguntas. A diferencia de sus vecinos Egipto o Túnez, la Libia de Gadafí no recibía anualmente aluviones de miles de turistas extranjeros. Muchos libios de edad media y avanzada, además, recelaban en muchos casos de los extraños, ya que no querían arriesgarse a sufrir represalias políticas.

CAMBIOS DESAPERCIBIDOS / Muchos cambios, desapercibidos a ojos de los occidentales debido al secretismo reinante, han tenido que suceder para que un movimiento revolucionario como el libio haya logrado imponerse sobre un régimen que se basaba como muy pocos dentro del mundo árabe en el terror para mantenerse en el poder. El primero de ellos es el crecimiento demográfico. Libia ha pasado de tener un millón de habitantes al acabar la segunda guerra mundial a tener 6,4. En la década de los 80, la población llegó a crecer un 4% anual, una de las tasas más elevadas de entonces. Las ciudades libias, elemento difuminador de las barreras entre clanes y tribus, han crecido espectacularmente, en especial Trípoli y Bengasi.

«Cientos de miles de libios han vivido y estudiado en el Reino Unido, en Europa y en América», recuerda en The Guardian el historiador Mahmu al Naku. «Estos ciudadanos muy bien educados prefieren una relación productiva, de colaboración y cooperación con Occidente», sentencia. Todo ello ha impedido que Gadafi jugara la carta habitual con la que ha afrontado, durante cuatro décadas de dictadura, los desafíos a su poder: las rivalidades tribales.

Gadafi aún no es historia hasta que sea capturado, y Trípoli aún tardará varios días en recuperar la normalidad. Pero este joven y tradicional país creado en 1951 a partir de los retazos del imperio colonial italiano no ha querido quedarse al margen de los cambios históricos.