ANIVERSARIO DE LA DESAPARICIÓN DE UN ESTADO

URSS: 25 años del fracaso de la revolución

El 25 de diciembre de 1991 -el próximo domingo se cumplirán 25 años- la bandera roja que ondeaba en el Kremlin fue arriada para siempre. En su lugar se izó la rusa. Este gesto puso punto final a la URSS, cuya disolución zanjó un proyecto fallido que había nacido en 1922 como un estado marxista con Vladimir Lenin al frente.

DOS PORTADAS PARA LA HISTORIA. La primera página de EL PERIÓDICO de la derecha informa de la designación de Gorbachov como secretario general del PCUS, en 1985. La de la izquierda se hace eco del golpe de estado frustrado de agosto de 1991.

DOS PORTADAS PARA LA HISTORIA. La primera página de EL PERIÓDICO de la derecha informa de la designación de Gorbachov como secretario general del PCUS, en 1985. La de la izquierda se hace eco del golpe de estado frustrado de agosto de 1991.

ALBERT GARRIDO

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La Unión Soviética se hundió como una fortaleza carcomida por una decadencia irreversible. El 25 de diciembre de 1991 desapareció la bandera roja y en su lugar se izó la de Rusia en los tejados del Kremlin. Escasearon las lágrimas. El imperio que rivalizó con Estados Unidos desde el final de la segunda guerra mundial pasó a engrosar la larga lista de proyectos políticos fallidos, de ensoñaciones que acabaron en pesadillas, de revoluciones sociales barridas por una mezcla de ineficacia, sectarismo y falsas ilusiones. De las cenizas de la URSS emergieron, además de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y una lista de repúblicas euroasiáticas de vida a menudo azarosa; los pequeños estados bálticos habían cortado el cordón umbilical el verano anterior.

El léxico acuñado por la guerra fría pasó a ser material para politólogos aficionados a la arqueología y aquel específicamente vinculado con el experimento soviético dejó de aparecer en los papeles. Hoy han quedado recluidas en los diccionarios para expertos palabras como 'nomenklatura' (la clase dirigente soviética), 'apparatchik' (funcionario del Partido Comunista o de la Administración del Estado), 'refusnik' (judío ruso al que se prohibía emigrar a Israel), 'zastoi' (estancamiento durante el Gobierno de Leónid Brezhnev) o 'samizdat' (edición clandestina de un libro prohibido). De la 'glasnost' (transparencia) y de la 'perestroika' (reforma) se capta aún un eco lejano como sinónimo de un saneamiento del sistema que fracasó; del Gulag y la Lubianka solo llega hasta nuestros días el recuerdo amargo de una represión que condenó a galeras la libertad de pensamiento.

HECATOMBE

Dos preguntas surgen de forma espontánea cuando se recuerda aquella hecatombe que nadie previó, ni siquiera los más acérrimos adversarios del socialismo realmente existente, de aquel comunismo presentado por sus líderes históricos como el instrumento necesario para redimir al proletariado. La primera pregunta es por qué se hundió la URSS; la segunda hace referencia a las consecuencias que tal hundimiento acarreó a ambos lados de la divisoria entre el Este y el Oeste. Una tercera pregunta lleva directamente a considerar la ceguera humana como una tara incorregible: ¿cómo es posible que los intereses creados de los burócratas se impusieran a la realidad de las cifras y el imperio se dirigiera al desastre como una locomotora sin conductor?

Al decir del historiador Eric Hobsbawm, «la economía soviética se consolidó como una serie de procesos rutinarios interrumpidos de vez en cuando por esfuerzos de choque casi institucionalizados en respuesta a las órdenes de la autoridad superior». Estos momentos especialmente febriles solo se daban cuando Moscú comunicaba sus exigencias a gritos, de forma imperiosa y amenazante, y esto sucedió, según Hobsbawm, desde los tiempos de Stalin, que fijó «a sabiendas, objetivos que no eran realistas para estimular esfuerzos sobrehumanos». La fórmula funcionó a veces, pero en general fue incapaz de soportar la competencia del dinamismo occidental, aunque Nikita Jruschov creyó que podría igualarlo.

ESQUIZOFRENIA ECONÓMICA

Esa constante histórica hizo posible una particular forma de esquizofrenia económica: el mismo sistema que fue capaz de desarrollar un poderoso complejo militar-industrial y de hacer contribuciones decisivas en la carrera espacial fue incapaz de desarrollar una economía de bienes y servicios suficiente, rentable y eficiente. Mientras astronautas soviéticos orbitaban la tierra, los estándares de confort eran irrisorios en comparación con Occidente, no siempre había de todo en las tiendas, o no al menos con la variedad exigible a los gestores de una superpotencia. Y esa flaqueza estructural no se corrigió en los días de Mijaíl Gorbachov, condenado a convertir todo el andamiaje en una mezcla extravagante de desabastecimiento y mercado negro (dos caras de una misma moneda).

En la novela 'Cenizas rojas', de Olga Merino, hay un pasaje muy ilustrativo de los últimos pasos desde la decadencia a la inanición del sistema. «Mijaíl Serguéyevich, que lo sepas -se lamenta uno de los personajes-, yo, harta de trabajar para el Estado, tenía que meter la cabeza con los bigudíes de hierro dentro del horno encendido porque no había forma de encontrar un secador en las tiendas. Todo por tu culpa y tu 'perestroika'». Es innecesario aclarar que este Mijaíl denostado es Gorbachov y que este era el clima de descontento constante hacia 1990, cuando algunos empleados de grandes hoteles se dedicaban a vender bajo mano latas de caviar a precios irrisorios, pero era complicado muchos días empezar la jornada con un desayuno simplemente aceptable.

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Cuando todo se vino abajo, Occidente sacó pecho. A partir del fallido golpe de Estado de agosto de 1991 y hasta el cambio de banderas, el optimismo se instaló en los hogares de los teóricos del fin de la historia. Se acabaron la guerra fría, la bipolaridad y el poder compartido a escala planetaria; asomó la hiperpotencia (Estados Unidos) dispuesta a gestionar en solitario los asuntos mundiales. Pero, al mismo tiempo, se abrió la discusión sobre la vigencia del pacto social de la posguerra, sobre la necesidad del Estado del bienestar articulado para contrarrestar la teórica oferta comunista: el Estado al servicio de los desfavorecidos.

Desapareció aquel comunismo tan vencedor de la segunda guerra mundial como el pensamiento liberal, se esfumó sumido en el desprestigio, y surgió un nuevo enfoque en las fábricas de ideas del capitalismo. Si nunca el comunismo con rostro humano logró imponerse, sí pudo hacerlo a partir de entonces un capitalismo con frecuencia deshumanizado y voraz, favorecido o estimulado por la globalización.

LA IZQUIERDA, EN CRISIS

De la misma manera que el Estado del bienestar y los reformismos socialdemócrata y cristianodemócrata fueron fruto de una necesidad histórica insoslayable -lograr la cohesión social para garantizar un crecimiento económico sostenido y sin grandes tensiones-, la liquidación del comunismo dejó a la economía de mercado sin competidor ideológico y la izquierda entró en la crisis de identidad que ahora la caracteriza. Como explica el economista Thomas Piketty en 'El capital en el siglo XXI', «el reparto de la riqueza es una de las cuestiones más debatidas hoy» porque los mecanismos redistributivos surgidos en Occidente se han quedado sin rival con el que competir en el Este; las desigualdades han aumentado y no asoman en el horizonte mecanismos de corrección. «El contrato social que firmamos en Occidente ya no tiene sentido», afirma Xenia Wickett, analista de Chatham House.

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Las consecuencias fueron aún peores en Rusia: el Estado exhausto que presidió Boris Yeltsin alumbró un capitalismo depredador y sin reglas y un nacionalismo rampante y ruidoso, al que se sumaron comunistas frustrados, muchos oportunistas y la última camada de cuadros jóvenes del partido, que de pronto se quedaron sin futuro. «El pueblo ruso se ha convertido en la nación más humillada del planeta», clamó el ultranacionalista Vladimir Yirinóvsky. Al mismo tiempo, la privatización de la economía, el enriquecimiento desorbitado de los plutócratas y el programa de Vladimir Putin de restitución del poder perdido por la nación hizo que prendiera en la sociedad la llama del orgullo ultrajado.

NACIONALISMO DE NUEVO CUÑO

Ese tránsito del marxismo-leninismo a un nacionalismo de nuevo cuño confirmó que estaban en lo cierto quienes sostenían que, en la práctica, el sentimiento nacional en la Unión Soviética no fue mucho más que la adecuación del viejo nacionalismo ruso a la nueva situación (fuera de Rusia, la idea de la nación soviética nunca existió o fue bastante débil). «El sistema no practicaba un verdadero control del pensamiento o de sus súbditos –afirma Eric Hobsbawm–, sino que despolitizó a la población de un modo asombroso». El sistema político-cultural conocido como comunismo solo tenía importancia para quienes aspiraban a hacer carrera política. Las siluetas de MarxEngels y Lenin estaban por todas partes, pero sus ideas políticas se habían convertido en poco más que eslóganes mucho antes del último aliento en las Navidades de 1991.

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Al final, a ambos lados de aquel telón de acero que se desmoronó se ha consolidado «la sociedad de las superestrellas (…), es decir, una sociedad muy desigual», en expresión de Piketty, donde los mecanismos de concentración de la riqueza han averiado los de redistribución de los recursos. Visto con los ojos del filósofo Edgar Morin, «los desarrollos de nuestra historia revelaron males de civilización allí donde esperábamos logros», y los estados «sedientos de dinero» –de nuevo, Morin– han empequeñecido el compromiso social de la economía de mercado, una característica de Europa occidental, por lo menos, mientras la URSS existió.