CRÓNICA DESDE JERUSALÉN
Una escultura que jadea llamada Sharon
Ricardo Mir de Francia
Periodista
Especialista en política internacional y reportero. Fue corresponsal en Washington durante una década, donde cubrió las presidencias de Obama, Trump y los inicios de Biden. Antes estuvo otros seis años en Oriente Medio. Licenciado en Periodismo por la Pompeu Fabra y con estudios de posgrado en Derecho Internacional, se ocupa actualmente de la guerra en Ucrania. Interesado también en temas de investigación, geopolítica de la energía, cambio climático y economía.
RICARDO Mir de Francia
¿Obra de arte o simple provocación? La pregunta se la formulan estos días muchos israelís a raíz de la exposición abierta en la galería Kishon de Tel-Aviv. La exhibición, obra del artista israelí afincado en Berlín Noam Braslavski, recoge un solo trabajo: una escultura en plástico del exprimer ministro Ariel Sharon tendido en una cama de hospital, en coma y conectado a un suero fisiológico. La obra ha despertado emociones encontradas, nada anormal teniendo en cuenta que enfrenta al espectador a una de las figuras más amadas y odiadas de Israel.
Braslavski ha pretendido reabrir el debate sobre uno de los tótems de la política israelí, cuya trayectoria y personalidad han quedado de algún modo embalsamadas desde que entró en coma vegetativo en el 2006. Desde entonces, argumenta el autor, Sharon se ha convertido en «una figura intocable». Muy poco se sabe de él, excepto que sigue ingresado en el hospital Tel Hashomer de Tel-Aviv en una habitación custodiada 24 horas al día, y que solo visitan los miembros de su familia y algunos amigos íntimos. Desde entonces no se ha publicado una solo foto o imagen del general y político al que los árabes bautizaron como elbulldozerpor su tendencia a arrasar con todo en el campo de batalla, generalmente espacios civiles.
El Sharon convertido en cuestionable obra de arte hiperrealista respira como el Sharon de la vida real. Por unos altavoces se puede escuchar su azaroso jadeo. El espectador dispone de un minuto a solas con el personaje, una instalación que su autor define como «un mausoleo de alguien que nadie se atreve a tocar». «Es una alegoría sobre el estado en que se encuentra Israel, un Estado que cuelga entre los cielos y la tierra», ha dicho Braslavsky.
A diferencia de obras análogas, como la Novena Hora del italiano Maurizio Cattelan, en que el que el Papa Juan Pablo II yace en el suelo abatido por un meteorito, Braslavsky ha despojado a su instalación de mensaje. De algún modo es una obra neutra, quizás algo endulzada, porque no hay atisbo de la presumible decrepitud legada por los cuatro años de enfermedad y postración. Braslavsky se puso en contacto con la familia Sharon para dejarles claro que no pretendía herirles. Los Sharon han ignorado la obra, callando.
Sí han hablado algunos de los amigos y compañeros de partido del gran arquitecto de la colonización judía en los territorios ocupados, el mismo que en el ocaso de su vida desmanteló las colonias de Gaza. «Esto no es arte, solo voyeurismo enfermizo», dijo el diputado de Kadima, Yoel Hasson. Para el portavoz familiar, Ranan Gissin, si Sharon despertara «preferiría que nadie se acordase de él, a que lo hicieran así».
Quien más ha ganado con la instalación es Braslavski. Su obra ha despertado un morboso interés, especialmente fuera de Israel. Un centenar de medios le han entrevistado y ya ha recibido ofertas para vender la instalación. «No pretendía provocar, pero sé que es una obra provocadora. Genera preguntas como qué es arte y hasta dónde puede llegar, dónde acaba la privacidad y empieza la esfera pública», afirma su autor.
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