Siria: la 'Ruanda' de Obama

La historia juzgará si salvó a su país de una nueva guerra interminable o si permitió una de las grandes tragedias del último medio siglo

Obama abre la puerta al vicepresidente Joe Biden (centro) y al secretario de Defensa, Ash Carter, tras anunciar su plan en la Casa Blanca. ayer.

Obama abre la puerta al vicepresidente Joe Biden (centro) y al secretario de Defensa, Ash Carter, tras anunciar su plan en la Casa Blanca. ayer.

RICARDO MIR DE FRANCIA / WASHINGTON

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Apenas un año después del comienzo de la revuelta en Siria, el difunto intelectual libanés, Fuad Ajami, le recomendó a Barack Obama que leyera las memorias de Bill Clinton para aprender sobre su experiencia en Ruanda durante los años del genocidio, acontecido durante su presidencia. “Clinton reflexionó sobre Ruanda y se sintió avergonzado y culpable por haber dejado al pueblo de Ruanda sufrir de esa manera. Creo que Obama reflexionará sobre la abdicación de su poder en Siria”. Antiguo protectorado francés y sin apenas petróleo, Siria nunca tuvo demasiado interés estratégico para Washington. Aunque es una puerta a la influencia de Irán en la región y uno de los patrones políticos de Hizbulá, su frontera con Israel ha sido un remanso de estabilidad desde el final de la guerra de 1973.

Cuando comenzó la revuelta, Obama hizo lo que tanto tiempo le había pedido la izquierda europea a EE UU: no inmiscuirse en los asuntos del mundo árabe. Respaldó el apetito democrático de los sirios demandando la dimisión de su presidente, pero no jugó sucio para forzar el cambio de régimen. “Por el bien del pueblo sirio, ha llegado la hora para que el presidente Asad se aparte”, dijo en  el verano del 2011. Pensaba que caería por su propio peso, siguiendo el camino del egipcio Hosni Mubarak unos meses antes, según explicó su ex asesor en la región, Dennis Ross. En realidad, estaba siendo consecuente. Había llegado al poder con una mandato para poner fin a las guerras de Irak y Afganistán y desentrampar a su país de la región. En privado, ha resumido su doctrina en una frase: “No hagamos gilipolleces”.

La revuelta pacifica no tardó en devenir en una cruenta batalla entre el régimen y la oposición. Corría el 2012 cuando su ex embajador en el país, Robert Ford, le recomendó que armara a los rebeldes para evitar que lo hicieran otros actores más extremistas, según le dijo a la BBC. De otro modo, se corría el riesgo que Siria se convirtiera “en otra Somalia o Yemen”. Ford no estaba solo. Contaba con el respaldo de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, o el jefe de la CIA, David Petraeus. Pero Obama dudó. Temía repetir los errores de los ochenta, cuando la CIA armó a los muyahidines afganos, y pensaba que por más misiles transportables que se diera a los “agricultores, carpinteros e ingenieros” de la insurgencia serían incapaces de derrotar a un Ejército profesional. Al final, les envió mantas y gafas de visión nocturna. Si hubo un momento para cambiar el curso de la guerra, fue ese. Ni Al Qaeda ni el Estado Islámico dominaban todavía en el bando rebelde.

El otro momento fatídico llegó en agosto del 2013, cuando se certificó que el régimen sirio había masacrado a 1.400 civiles con gas sarín en el suburbio de Ghouta. La “línea roja” trazada por Obama casi un año antes ha sido traspasada. El Pentágono se prepara para la guerra, aunque no se plantea una ofensiva para derrocar al régimen, sino un castigo a las unidades militares al mando de las armas químicas, el  único elemento que para EE UU amenaza sus intereses nacionales en la contienda. Pero, de nuevo, el inquilino de la Casa Blanca cuenta hasta diez. El Parlamento británico niega a David Cameron el respaldo para ir a la guerra y Obama barrunta, según le dijo a The Atlantic, que Asad saldrá reforzado al ser incapaz de atacar los depósitos de armas químicas, lo que generaría un desastre humanitario.

El presidente pasa la pelota al Congreso, y entre medio, se pacta con Rusia un desarme pacífico. Medio mundo no se lo puede creer:  EE UU ha perdido toda su credibilidad al ignorar su línea roja. “Fue una gran sorpresa”, confesó más tarde el primer ministro francés, Manuel Valls. “Si hubiéramos procedido con el bombardeo, creo que las cosas serían hoy diferentes”. Pero Obama ha conseguido lo que quería: Siria se desarma sin que EE UU tenga que matar a una sola persona.

A Obama le molesta el constante lloriqueo europeo (y árabe). Si Siria es un problema de alguien, es de la Vieja Europa, como demuestra la crisis de los refugiados. Aunque en su legado quedará como una mancha imborrable su incapacidad para frenar la mayor oleada de yihadismo de la historia, superior a la efervescencia afgana de los ochenta y la iraquí de principios de este siglo. Tampoco comprendió inicialmente la envergadura de la amenaza y, con su indecisión para acturar, permitió Rusia reentrara en Oriente Próximo para convertirse en el arbitro indispensable del despiadado bazar sirio. 

En septiembre de 2014, el Pentágono comenzó a bombardear al Estado Islámico en Siria junto a sus aliados árabes y europeos. Desde entonces, ha armado con tibieza a algunas milicias kurdas y sunís, y ha enviado a unas decenas de fuerzas especiales al país pero, como sostienen la mayoría de expertos, no tiene más plan para ganar la guerra que el improbable proceso de paz.  “Supongo que podrías llamarme realista, en el sentido que no creo que podamos aliviar toda la miseria del mundo en cualquier momento dado”, le ha dicho a The Atlantic. Su presidencia ha sido una continua reflexión en voz alta sobre los límites del poder americano.

Quizás algunas cosas hubieran cambiado de no existir el precedente libio, un desastre sin paliativos. En 2011, cuando empezaba el jaleo en Siria, Washington y sus aliados europeos abusaron del mandato de la ONU para derrocar a Gadaffi, pero unos días después hicieron las maletas y se marcharon, dejando el país a merced de un caos donde florecen ahora los yihadistas.  “Tenía más fe en que los europeos se ocuparían del día después, dada su cercanía a Libia”, ha reconocido Obama.

El tiempo le acabará juzgando. Para algunos, pasará a la historia como el premio Nobel de la Paz que asistió impasible a una de las peores tragedias mundiales del último medio siglo. Para otros, como el líder que se atrevió a desafiar los instintos militaristas de su país y sus asesores para prevenir que EE UU quedara atrapado en otra guerra interminable en el mundo musulmán. Soluciones mágicas en Siria, no hay ni hubo.