Lo que está en juego tras el acuerdo nuclear

MONTSERRAT RADIGALES

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El programa nuclear de Irán ha sido objeto de disputa internacional durante 13 años. En este tiempo hubo de todo: negociaciones,  momentos de escalada y gran tensión y otros en los que el acuerdo parecía factible pero nunca se materializaba, compromisos adquiridos y enterrados a los pocos días, engaños y mentiras, guerra sucia y un largo etcétera.

¿Por qué lo que se demostró imposible durante más de una década ha sido posible ahora? A todas luces el factor más importante es el de los protagonistas. Barack Obama llegó a la Casa Blanca en enero del 2009 con la promesa de una política exterior alejada del belicismo de su antecesor, George Bush, y que pusiera por delante la diplomacia. Pero entonces hacía ya casi cuatro años que los reformistas del régimen iraní habían sido destronados con la llegada a la presidencia de Mahmud Ahmadineyad, un personaje intransigente y nefasto que basaba toda su política exterior en la confrontación, acompañada de una retórica incendiaria que hacía muy difícil cualquier entendimiento.

La conjunción presentada con la llegada a la presidencia de Irán del reformista Hasan Rohani en el 2013 mientras Obama seguía en la Casa Blanca ha demostrado ser la clave. Visto con la perspectiva de toda la historia del conflicto, resulta sorprendente la rapidez con que se alcanzó el acuerdo interino (noviembre 2013), solo tres meses después de que Rohani tomara posesión de su cargo.

Por supuesto hubo otros factores. El daño causado por las sanciones a la economía iraní incrementó el apetito de Teherán para buscar el acuerdo. Las sanciones han sido un arma poderosa en manos de los negociadores occidentales, pero también el propio avance del programa nuclear se había convertido en el as de que disponían los iranís. Trita Parsi, presidente del Consejo Nacional Irano-estadounidense, puso de manifiesto el sábado en Barcelona cómo a finales del 2012 se alcanzó un punto en que el programa nuclear iraní avanzaba más rápido que el efecto de las sanciones, de modo que Irán hubiera tenido la capacidad de fabricar la bomba antes de que el castigo internacional acabara de destruir su economía. EEUU se hubiera tenido que enfrentar entonces al dilema de aceptar un Irán con arma nuclear o ir a la guerra.

Los defensores del acuerdo, empezando por el propio Obama, tienen en común con los detractores del pacto (Israel, Arabia Saudí y los republicanos de EEUU) lo más sustancial: nadie quiere un Irán nuclear. Lo que les diferencia es una cuestión de fe. Los primeros creen que el acuerdo impide que Irán tenga la bomba atómica; los segundos piensan que lo facilitará, no ahora, sino dentro de 10 o 15 años, cuando expiren las restricciones impuestas. Solo el tiempo podrá certificar quién lleva la razón, pero de momento se ha evitado un desastre seguro.

Lo que también es seguro es que el fin del aislamiento internacional de Irán modifica todo el tablero estratégico y el equilibrio de poderes en Oriente Próximo. Se busca que Irán pase de ser parte del problema a parte de la solución, sobre todo en Siria. Principal valedor, junto a Rusia, de Bashar el Asad, Irán se ha convertido en actor indispensable en la búsqueda de una solución política, aunque su incorporación a la mesa de negociaciones no sea tampoco garantía de éxito.

Otros aspectos fundamentales están en juego. Irán sale reforzada como potencia regional y está por ver cómo esto impacta en la rivalidad que mantiene con Arabia Saudí y si el nuevo estatus adquirido por Teherán contribuye a inflamar o apaciguar la guerra sectaria entre chiís y sunís que atenaza a varios países de Oriente Próximo. Cabe desear que Irán sea capaz de hacer un uso responsable de su condición. Serán muchos los que lo mirarán con lupa.