El precio ruso del hambre

Lenin llegó el 3 de abril de 1917 a la estación de Petrogrado.

Lenin llegó el 3 de abril de 1917 a la estación de Petrogrado.

OLGA MERINO

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Hacia el final de la contienda, la situación en la retaguardia rusa se revelaba caótica. La escasa industria del país se había abocado en satisfacer las necesidades bélicas y, aunque la producción agraria se mantuvo, la ineficaz utilización del ferrocarril para fines militares escamoteó la llegada de comestibles a las grandes ciudades. En La Revolución rusa (1891-1924). La tragedia de un pueblo (Edhasa), el historiador Orlando Figes cuenta que a menudo los alimentos «terminaban pudriéndose al lado de las vías férreas a la espera de una locomotora que los llevara a Moscú o Petrogrado».

Un puñado escaso de patatas, si llegaba a encontrarse, valía 1,20 rublos, cuando antes de la guerra había podido comprarse por 15 kópeks. En los apartamentos urbanos, las clases medias se congelaban porque no podían costearse la leña. Y según la prensa de la época, un arenque en Járkov (actual Ucrania) había sextuplicado su precio desde el inicio de la contienda. Hambre y carestía hasta el punto de que, si bien ni la guerra ni las derrotas sufridas por el Ejército ruso en el frente oriental causaron la revolución, sí abonaron el terreno para que floreciera.

Así, el 23 de febrero de 1917, con ocasión del Día Internacional de la Mujer, las obreras de las fábricas textiles de Petrogrado (San Petersburgo), donde entonces se ubicaba la capital imperial, se echaron a las calles gritando «¡No más hambre!», «Pan para los trabajadores», «Abajo la guerra». Las protestas se alargaron durante varias jornadas, impidieron el reclutamiento de nuevos soldados para marchar al frente -las levas estaban previstas para el día 27- y acabaron desembocando en la abdicación del zar Nicolás II. Es lo que se conoce como la revolución de febrero.

A partir de entonces, Rusia avanzó como el viento hacia su octubre rojo. El 3 de abril, Vladímir Ilich Uliánov, que adoptó el seudónimo de Lenin, llegó a la estación de Petrogrado procedente del exilio en Suiza y, ya en el mismo andén, aclamado por una multitud que empezó a entonar La Marsellesa, planteó al Gobierno provisional la propuesta de los revolucionarios. Apenas necesitó tres frases: «La gente necesita paz. La gente necesita pan y tierra. Y solo les habéis dado guerra y hambre, mientras la tierra sigue en manos de los terratenientes».

 

El ferrocarril, siempre el ferrocarril en la historia de Rusia. El tren que transportó a Lenin, especial y sellado, había sido pagado por los alemanes; sí, los mismos alemanes con quienes la potencia eslava guerreaba por defender a Serbia, su principal aliada en los Balcanes. ¿El motivo? Desestabilizar al enemigo ruso radicalizando la insurrección en ciernes. El premier Winston Churchill llegó a escribir que, financiando el traslado de Lenin, los agentes del káiser habían dirigido hacia Rusia «la más letal de todas las armas» en un vagón precintado, «como el bacilo de la peste». En realidad, todo el establishment europeo temblaba por el fervor revolucionario que se respiraba.

Ayuda del Reich

El Reich no titubeó un segundo en prestar ayuda económica a los bolcheviques (escisión mayoritaria de los marxistas rusos) en la esperanza de que la revuelta suscitara su retirada del frente, como así fue: en marzo de 1918, Rusia y Alemania firmaron un armisticio bilateral en la ciudad fronteriza de Brest-Litovsk (actual Bielorrusia), en virtud del cual los rusos renunciaban a una enorme tajada de sus posesiones (Ucrania, Polonia, Finlandia, Estonia y Lituania), la mitad de su industria y casi un tercio de sus tierras de labor. Trotsky la consideró una «paz humillante», pero al menos brindó a los bolcheviques un anhelado respiro para consolidar la revolución en casa y encarar el nuevo problema que se les echaba encima: la guerra civil contra el Ejército blanco, formado por oficiales zaristas y cosacos. (Hacia 1940, tras el estallido de la segunda guerra mundial, la Unión Soviética ya habría recuperado todo lo perdido en Brest-Litovsk).

La Gran Guerra y la posterior contienda civil, en la que los antiguos aliados europeos apoyaron a los rusos blancos, dejaron exhausto al joven país de los sóviets. Rusia tenía frío, estaba hambrienta y harta de requisas... El paraíso soviético parecía un erial. Las protestas fueron sofocadas con una mano dura que aún apretó más el puño tras la muerte de Lenin (21 de enero de 1924).

Una vez se hizo con el poder, su sucesor, Iósif Stalin, se afianzó en el trono rojo mediante despiadadas políticas de industrialización, la colectivización forzosa de la tierra y la inmensa red de campos de «trabajo correctivo» conocida como gulag. Se calcula que solo durante la gran purga estalinista, la yezhóvshina (1937-38), más de un millón de personas fueron ejecutadas o bien perdieron la vida en los campos de hielo. Pero esa ya es otra historia.