CRÓNICA DESDE SHANGHÁI

Un paseo alternativo por la Expo

Pabellón de Tayikistán.

Pabellón de Tayikistán.

ADRIÁN Foncillas

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No hablaremos aquí de los fastuosos pabellones de China, Francia o Australia que colegas con más suerte con las acreditaciones han descrito brillantemente. Degradado a visitante raso, con un sol sádico encima y cemento recalentado debajo, es aconsejable huir del éxito de la Expo. El éxito, en cualquier Expo, no es la comodidad de los visitantes, sino la longitud de las colas.

En Europa me atrevo con Mónaco. Poca cosa: un sucinto repaso a su Historia, una réplica de un fórmula 1, referencias a los casinos y retratos de Grace Kelly, Rainiero III y el Príncipe Alberto. Los focos apuntan a una vitrina que guarda, con la pompa que merecería el brazo incorrupto de Santa Teresa, el abrigo polar que el príncipe llevó en una reciente excursión.

Parto hacia Asia. Las colas en China y Japón asustan. Urge intentarlo con países más modestos. ¿Cómo pueden suscitar tanto interés Kazajistán o Uzbekistán? Aún más modestos. Tayikistán es una república del Asia Central con seis millones de habitantes y un pabellón en Shanghái como un salón de estar mediano. Una visita necesariamente rápida revela que comen muchos frutos secos, tienen unas trompetas muy largas, un presidente con tupé creativo y una presa hidráulica imponente.

La plaza del eje del mal está más despejada a última hora. Irán y Corea del Norte son vecinos. A Irak le dieron de baja en el club, pero Birmania está a tiro de piedra. Que participe Corea del Norte, tan reticente al globalismo, ya es un éxito. A los Juegos Olímpicos de Pekín enviaron un jefe de prensa que no hablaba inglés ni chino. El responsable del pabellón, un tipo simpático con un inglés digno, confiesa que aún no ha pasado ningún turista nacional. Sí varios políticos, y los que vendrán.

El 70 % de los 800.000 euros que ha costado el pabellón lo ha cubierto China, lo más parecido a un amigo. Es un espacio limpio, con una réplica de cinco metros de la torre Juche, banderas nacionales sin mesura y rematado con la leyenda El paraíso del pueblo. Cinco pantallas muestran escenas cotidianas de gente alegre. Venden cedés con himnos guerreros y canciones típicas como el Arirang, que cualquier coreano con dos copas entona sin remedio. También sellos, incluso uno donde no sale ningún Kim. Los pins con sus efigies no se venden: son honores que se merecen, nunca se compran.

Irán alardea de alfombras y tecnología. No en vano su carrera armamentística aterroriza al mundo como antes lo hicieron las armas de destrucción masiva iraquís. Su primer satélite es un cubo metálico, diría que de hojalata, con antenas torpemente soldadas, como la cabeza de una hormiga atómica. Parece del pleistoceno, pero está datada cinco años atrás.

A Irán se le agradece que, cuando la Expo ha derivado en un conjunto de desvaríos arquitectónicos, siga fiel a su espíritu original y comparta con el mundo sus logros. Se ha hablado incomprensiblemente poco de sus pastillas contra el sida. Las elabora el Instituto Pasteur de Teherán a base de hierbas. Dice un responsable que no ha muerto nadie de sida en Irán desde que el Ministerio de Salud las reparte gratis.