LA DIMISIÓN PRESIDENCIAL

El final de una paranoia

Nixon se despide al pie de un helicóptero en los jardines de la Casa Blanca, el 9 de agosto de 1974.

Nixon se despide al pie de un helicóptero en los jardines de la Casa Blanca, el 9 de agosto de 1974.

RICARDO MIR DE FRANCIA
WASHINGTON

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El 9 de agosto de 1974, hace 40 años, Richard Nixon compareció ante las cámaras para anunciar su dimisión. Amenazado por un proceso de impeachment en el Congreso, abandonado por su partido y linchado en las encuestas tras más de dos años de escándalos, el hombre que protagonizó varios renacimientos políticos se había quedado totalmente solo. «Si algunas de mis decisiones han sido erróneas, y algunas lo fueron, se tomaron por lo que yo creía que eran entonces los mejores intereses de la nación», dijo con gesto adusto, sin levantar apenas los ojos de los papeles del discurso. Fue lo más parecido a un reconocimiento de culpabilidad. Hasta el final de sus días en 1994, Nixon defendió su inocencia.

Lo cierto, sin embargo, es que el 37 presidente, el único que ha dimitido hasta la fecha, actuó desde el estallido del Watergate como un mentiroso patológico, obstruyendo a la justicia, abusando del poder para atacar a sus enemigos reales e imaginarios y abriendo la mayor crisis constitucional de la historia del país. «Estaba atrapado por la paranoia. Veía conspiraciones y enemigos por todos lados: prensa, la izquierda, los judíos y lo dejó todo grabado en las cintas», dice el historiado Tim Naftali, exdirector de la Biblioteca Presidencial de Nixon y autor de varios libros sobre él. «Creía que era legítimo usar el poder del Estado para hacer daño a los ciudadanos si se entrometían en su camino. Cometió crímenes y hubiera ido a la cárcel de no ser por el indulto que le concedió su sucesor Gerald Ford», explica en una entrevista. Casi 50 funcionarios públicos acabarían yendo a la cárcel.

ÉPOCA TURBULENTA / Nixon gobernó durante una épocas turbulenta. Llegó al poder en 1969 apelando más a los miedos que a las esperanzas de la América blanca, prometiendo ley y orden a una sociedad paralizada por las protestas de la guerra de Vietnam, los derechos civiles, el temor a una guerra nuclear y los cambios sociales. Y casi hasta el final, cuando sus índices de aprobación cayeron al 17%, fue un dirigente popular. Fue reelegido a finales de 1972 con la victoria más aplastante de la historia.

Sus problemas empezaron unos meses antes, cuando cinco tipos trajeados, un exagente de la CIA y varios exiliados cubanos, fueron arrestados una madrugada de junio de 1972 tras asaltar las oficinas del Comité Nacional Demócrata en el edificio Watergate de Washington para robar documentos e implantar micrófonos. «No es más que un robo de tercera», dijo el portavoz de la Casa Blanca, Ronald Ziegler. Pero a la prensa no le bastó la explicación, especialmente a Carl Bernstein y Bob Woodward, los héroes de la mayor victoria del periodismo sobre el juego sucio del poder.

Los jóvenes reporteros de The Washington Post siguieron investigando hasta averiguar que los fontaneros del Watergate habían sido pagados por el comité de reelección del presidente y que aquel era uno más de las artimañas de la Casa Blanca para sabotear a sus rivales políticos. En su trabajo contaron con la ayuda indispensable de Garganta Profunda o Mark Felt, el director adjunto del FBI, la fuente anónima cuya identidad no se revelaría hasta el 2005.

Como escribieron los míticos periodistas del Post hace dos años, durante su mandato Nixon libró «cinco guerras sucesivas y simultáneas». Mandó espiar, interceptar el correo y contratar a matones para que les rompieran las piernas a los activistas contra la guerra de Vietnam. Autorizó escuchas y utilizó la Hacienda pública para hostigar a periodistas y frenar las filtraciones que comenzaron a torturarle con la revelación de los papeles del Pentágono. Saboteó a sus rivales demócratas. Pagó sobornos y trató de obstaculizar las investigaciones de la Justicia y el Congreso. Entre medio, quiso adulterar la historia negando siempre el encubrimiento del Watergate.

Pero en su obsesión por saberlo todo, llenó la Casa Blanca de micrófonos. Desde 1971, grabó 3.700 horas de conversaciones con sus asesores, de las que saldría la smoking gun (pistola humeante), la prueba que le implicaba en el encubrimiento: la orden dada a la CIA para que frenara en los primeros compases del Watergate las investigaciones del FBI. «Podía haber destruido esas cintas porque eran propiedad exclusiva del presidente, pero no lo hizo porque no esperaba que nadie las escuchara», dice Naftali. «Y al final acabó colgándose a sí mismo con ellas».