El Estado Islámico pretende «purificar» el mundo con sangre
El Estado Islámico (EI) «es un reino ermitaño... un estado que rechaza la paz como una cuestión de principio, tiene hambre de genocidio, sus preceptos religiosos le inhabilitan para cambiar, incluso si con ello garantizara su supervivencia, y se considera a sí mismo el mensajero que anuncia el inminente fin del mundo».
En un extenso artículo publicado en marzo pasado en The Atlantic bajo el título ¿Qué es lo que Estado Islámico realmente quiere?, Graeme Wood, profesor de Ciencia Política en la universidad de Yale, intenta superar estereotipos y simplismos que manejan tanto los gobiernos como los medios de comunicación acerca del EI, y al mismo tiempo, descifrar los principios que gobiernan las acciones de la milicia ultrarradical, principios que resultan irresistiblemente atractivos tanto para un muy minoritario pero significativo segmento de fieles musulmanes, como para bastantes creyentes de reciente conversión.
El autor viene a concluir que aunque el EI ha atraído a «aventureros y psicópatas», su fuerza procede precisamente de su «pureza», de su «compromiso sincero y cuidadosamente estudiado de devolver a la civilización a un estadio medieval para purificar al mundo «matando a un elevado número de personas» y, en última instancia, «provocar el apocalipsis». Y todo ello, basándose en una interpretación del Corán -un texto compilado hace 1.300 años, en un turbulento momento de la Historia de Oriente Próximo- «obsesiva», «literal» y «con exceso de celo».
Ello constituye una significativa novedad en la lógica del yihadismo con respecto a la anterior generación de extremistas, representada por Al Qaeda y su difunto líder, Osama bin Laden. Con el saudí, había exigencias políticas, e incluso un margen para la negociación, representado, por ejemplo, en su demanda de que las tropas estadounidenses se retiraran de la tierra musulmana, es decir de Arabia Saudí.
El EI da un paso más allá en el proceso de radicalización y niega ya directamente el derecho a existir a segmentos enteros de población, como los chiís, que según ellos han osado desviarse del islam y cuestionar la «perfección» de la religión fundada por Mahoma. Actos masivos de terror como los causados el viernes en París entrarían en esta lógica.
CONTROLAR TERRITORIO
La segunda gran diferencia entre el yihadismo de la primera década y la segunda década del siglo XXI, continúa el artículo, consiste en que el EI requiere «controlar un territorio para mantener su legitimidad, y una burocracia para gobernar»; un Estado que, además, rompe con uno de los principios básicos de las relaciones internacionales, que consiste en el reconocimiento de las fronteras. En la era de Bin Laden, en cambio, Al Qaeda era una franquicia asumida por grupos extremistas alrededor del mundo. Sus líderes se refugiaban en zonas remotas de Pakistán donde se profesaba una versión rigorista del islam, pero no controlaban el territorio ni gobernaban.
El éxito de disponer de un estado salta a la vista. Según la CIA, entre 20.000 y 30.000 combatientes se han instalado en la zona de Siria e Irak bajo su control, -miles de ellos procedentes de Occidente y Rusia- utilizándola como plataforma para sus atentados. Hace un mes, en Ankara, mataron a un centenar de personas, el 12 de noviembre, en un barrio chií de Beirut, a 41. Tal y como concluye Wood, no han venido solo «a vivir» en el autoproclamado califato, sino también «a morir».
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