Décimo aniversario del 11-S

La comunidad musulmana sigue bajo sospecha

Unos musulmanes, rezando en una catedral de Nueva York.

Unos musulmanes, rezando en una catedral de Nueva York.

RICARDO MIR DE FRANCIA

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

A mediados de agosto del 2006, Raed Jarrar fue detenido por cuatro policías en el aeropuerto de Nueva York poco antes de subir a un avión de Jet Blue. Iraquí originario de Bagdad, aquel día llevaba una camiseta con el eslogan antibelicista No nos callaremos, escrito en árabe y en inglés. «Uno de los agentes me dijo que llevar una camiseta con letras árabes en un aeropuerto es como entrar en un banco con otra que diga: Soy un ladrón», escribió en su blog. Jarrar intentó defender sus derechos, pero no le dieron opción: o se cambiaba de camiseta o no subía al avión.

Tras los atentados del 11-S, el presidente George Bush se esforzó por distinguir entre el extremismo homicida de grupos como Al Qaeda y el islam como religión profesada por más de 1.000 millones de personas. «El rostro del terror no es la verdadera fe del islam», llegó a decir menos de una semana después desde el centro islámico de Washington. Pero su distinción inicial se fue contaminando con el clima de miedo, sospecha, venganza y generalizaciones infundido por su Administración. Cualquiera que encajara en el difuso esterotipo del musulmán sufrió aquellos días desplantes, insultos o agresiones. Hasta los sijs del Punjab, todo un reflejo de la empanada mental de aquellos días.

Desde entonces el acoso más frontal y furibundo ha remitido para adoptar formas más sutiles e institucionalizadas. «Lo mío no fue un incidente aislado. Hay que enmarcarlo en un patrón más amplio de discriminación étnica y religiosa a raíz del 11-S», explica Jarrar refiriéndose a su incidente en el aeropuerto. Aquel día tuvo que cambiarse la camiseta, pero acabó ganando la demanda que interpuso por el incidente.

La discriminación se ha extendido a varios ámbitos. No solo a la seguridad de aeropuertos o edificios públicos, donde se ha impuesto el perfil racial como método de seguridad, sino a otros tan elementales como el empleo. «Es tal el nivel de odio y animadversión que resulta chocante», dijo el año pasado a The New York Times, Mary Jo O'Neill, abogada de la comisión federal encargada de velar por la igualdad de oportunidades en el trabajo. «Llevo 31 años dedicada a esto y nunca había visto tanta antipatía hacia los trabajadores musulmanes». Solo el año pasado presentaron casi 3.400 denuncias.

La sensación de sentirse vigilados y excluidos que expresan crecientemente los árabes o los musulmanes en las encuestas se debe en parte a la actitud de las fuerzas de seguridad. Tanto el FBI como la policía se volcaron después del 11-S en la lucha antiterrorista, pero la vigilancia necesaria y legítima ha mutado en espionaje a gran escala, gracias a los poderes casi ilimitados que les concedió la ley patriota aprobada por Bush y prorrogada por Obama.

Según una reciente investigación de AP, la policía de Nueva York, asesorada por la CIA, creó un mapa de las comunidades étnicas de la ciudad poco después de los atentados y desde entonces se ha dedicado a espiar a sus miembros. En cualquier sitio y a cualquier hora: librerías, restaurantes, comercios, mezquitas o negocios con amplia presencia de musulmanes, como los taxis.

MONTAJES / Menos ortodoxa es la fórmula del FBI. Bajo la premisa de que la mayor amenaza para el país ya no son las células radicales organizadas sino los individuos capaces de ser reclutados por Al Qaeda para que atenten en su nombre, miles de agentes infiltrados se dedican a ofrecer desde explosivos a complots ya fabricados entre la comunidad islámica. No solo a yihadistas reconocidos, sino a cualquiera con apariencia vulnerable o descarriada. Tanto es así que la mayoría de los ataques terroristas frustrados de la última década fueron montajes del FBI, según una investigación de la revista Mother Jones y la Universidad de Berkeley-California. Desde el atentado frustrado contra el metro de Washington a la conspiración para volar las torres Sears de Chicago.

«Esta vigilancia sin una orden judicial o evidencias de comportamiento delictivo es muy contraproducente», asegura el portavoz del Council of American Islamic Relations, Ibrahim Hooper. «En lugar de atraer a esa misma población cuya cooperación buscan las autoridades, la distancia». Para Ibrahim, su comunidad se siente hoy más incomprendida que tras el 11-S.

En parte, gracias al éxito de un reducido grupo de organizaciones, intelectuales, medios y fundaciones de la extrema derecha islamófoba. «Esta industria dedicada a demonizar el islam y marginar a los musulmanes diseminando falsedades está teniendo un impacto cada vez mayor, a pesar de que la mayoría de estadounidenses no comparta su visión», asegura Hooper.

Un ejemplo es aquella histérica cacofonía que obligó a Obama a presentar su partida de nacimiento para demostrar que no es musulmán. O la creciente oposición ciudadana a mezquitas, como se vio durante las movilizaciones contra el centro cultural islámico Park51 a dos manzanas de la zona cero. Durante un debate, el actual candidato republicano a la presidencia, Newt Gingrich, llegó a comparar al islam con el nazismo. No fue un caso aislado. En filas republicanas, la islamofobia ha dejado de ser políticamente incorrecta.