«Ya no doy órdenes»

El canciller de la Alemania nazi, Adolf Hitler, se suicidó hace 70 años dejando un terrible rastro de muerte en Europa Pidió que su cadáver fuera incinerado y no cayera en manos soviéticas

Crispación 8Hitler, con el semblante serio, junto son soldados de las SA, los camisas pardas, en 1922.

Crispación 8Hitler, con el semblante serio, junto son soldados de las SA, los camisas pardas, en 1922.

XAVIER CASALS

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La madrugada del 1 de mayo el mariscal Giorgi Zhukov informó a Stalin de que Adolf Hitler había muerto. Su respuesta fue lacónica: «¡Bueno, ya hemos acabado con el bastardo ese!». El líder nazi se suicidó junto a Eva Braun hacia las 15.30 horas del 30 de abril. Fue el Götterdämmerung u ocaso de los dioses fascistas, pues el dictador alemán se mató influido por la suerte de Benito Mussolini.

El Duce y su amante Claretta Petacci fueron descubiertos por los partisanos cuando huían a Suiza y fusilados el 28 de abril en Mezzegra. Luego, sus cuerpos fueron trasladados a Milán y expuestos en el piazzale Loreto. Allí la multitud les escupió y agredió y colgó sus cuerpos por los pies en una gasolinera. Hitler expresó entonces su determinación de no entregarse: «¡No caeré en manos del enemigo ni vivo ni muerto! ¡Cuando muera mi cuerpo deberá ser incinerado para que nadie lo descubra jamás!».

Desquiciado

Cuando tomó esta decisión estaba desquiciado. Vivía encerrado en un búnker de hormigón a unos 12 metros de profundidad en la cancillería de Berlín. Sus paredes vibraban por la artillería soviética y el 16 de abril, explica Joachim Fest, ordenó preparar la defensa del lugar. Pero el líder nazi solo era una sombra del caudillo de antaño: «marchaba a paso lento y trabajoso, inclinando hacia delante la parte superior del cuerpo y arrastrando los pies. Le faltaba el sentido del equilibrio», afirmó un oficial.

El Reich se reducía a una pequeña zona de la capital y a sus seguidores irreductibles. Aún así, el 20 de abril celebró su 56 aniversario, al que asistieron jerarcas ansiosos de marcharse al temer que el Ejército Rojo les impidiera salir de la ciudad. Dos días después, en una conferencia con sus altos mandos, Hitler explotó de cólera y dio la guerra por perdida: «Hagan ustedes lo que quieran. Yo ya no doy órdenes». El 27, la urbe estaba rodeada y el 28 se quedó anonadado al saber que su fiel Heinrich Himmler exploraba una rendición.

En las primera horas del día 29, hacia medianoche, el dictador se casó con Eva Braun. Esa jornada dictó su testamento político y personal. Culpó de la guerra al judaísmo internacional y manifestó su voluntad de suicidarse y ser incinerado con su mujer por temor a que los judíos preparasen un espectáculo «para divertir a sus masas excitadas». Entonces supo el destino de Mussolini antes comentado, lo que avivó su temor a ser capturado y exhibido en una jaula por Stalin. Finalmente, el día 30, tras comer con sus secretarias, se dirigió hacia la muerte. Se encerró con Eva Braun en su suite y se oyó un disparo. Quienes entraron vieron a Hitler sentado en el sofá con un impacto en la sien y a su mujer al lado con los labios azulados por el cianuro. Los difuntos fueron bañados en gasolina y carbonizados.

El Reich milenario de Hitler se esfumó pronto, pues -como advierte Ian Kershaw- su muerte hizo desaparecer los signos nazis «de la noche a la mañana». En agosto un informe de los vencedores constataba que «apenas se habla ya de nacionalsocialismo». Pero el fin del dictador dejó una estela de muertes poco conocida: la de muchas alemanas que temían ser violadas. Giles MacDonogh ha rescatado su tragedia: «las berlinesas andaban escasas de comida, pero bien provistas de venenos». Muchas de ellas optaron por el suicidio, en algunos caso masivos. Fue el legado más silenciado del fin de Hitler.