La posguerra

Bailad, bailad, malditos

La revolucionaria y feminista rusa Aleksandra Kollontai.

La revolucionaria y feminista rusa Aleksandra Kollontai.

XAVIER CASALS

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La contienda facilitó la irrupción de dos culturas de masas muy diferentes: una en Occidente y otra en la Rusia bolchevique. Entonces empezaron a fraguarse las dos cosmovisiones dominantes del siglo XX.

El amplio uso del gramófono desde 1904 posibilitó que la música de EEUU llegara a Europa, donde hicieron furor el jazz y bailes como el foxtrot, el shimmy o el charlestón. También cruzó el océano la rebelión de las mujeres norteamericanas contra la estética victoriana: suprimieron los corsés y acortaron las faldas; usaron vestidos rectos, disimulando el pecho, la cadera y el talle; los hombros quedaron desnudos y las axilas se rasuraron; y beber y fumar en público fue signo de modernidad. Ahora el estereotipo de la girl, deportiva y resuelta, convivió con el de la vampiresa, que encarnó con éxito la actriz Marlene Dietrich. En la difusión de estas tendencias fue decisivo el cine norteamericano.

EL PODER DEL CINE / En este aspecto, la industria cinematográfica europea perdió el dominio del mercado mundial en apenas una década, ya que en 1907 solo 400 películas de un total de 1.200 eran de EEUU. Según el historiador Donald Sassoon, varios factores invirtieron la situación. Por una parte, la guerra vació de personal los estudios europeos e impidió que circulasen sus filmes. Por otra parte, las películas norteamericanas eran más vivas y rápidas, se dirigían a un público de inmigrantes que constituían un «microcosmos europeo» (favoreciendo su difusión internacional) y tenían un vistoso star system. Así, Sassoon remarca que mientras en Europa las estrellas eran «un subproducto» de la difusión de filmes, en EEUU eran «imágenes de marca». Hollywood, pues, exportó una imagen seductora de este país.

La cultura de masas bolchevique, en cambio, quiso moldear un hombre nuevo. Con tal fin, en 1917 se creó la organización Proletkult, que contó con creadores como S. M. Eisenstein, Marc Chagall o Máximo Gorki. Como en esta etapa la censura del arte no existía ante el apremio de la guerra, el también historiador Orlando Figues, subraya que tuvo lugar «la paradoja de una explosión artística en un Estado policial». De este modo, hubo orquestas que tocaron sin director; «conciertos de fábrica» con sirenas, turbinas y silbatos; o montajes teatrales en cuarteles, calles y fábricas. El más ambicioso fue la Toma del Palacio de Invierno, en 1920: se escenificó en los lugares de los hechos de Petrogrado con 10.000 actores y 100.000 espectadores.

La nueva Rusia también exploró formas nuevas de vida social, destaca Figues. Así, planteó la disolución gradual de la familia como institución «burguesa», reformando leyes sobre el divorcio y el aborto o impulsando guarderías estatales. Incluso Aleksandra Kollontai, comisaria de Seguridad Social, impulsó en 1920 una «revolución sexual» y predicó «el amor libre» y las «amistades eróticas» entre hombres y mujeres. Tales iniciativas no hicieron mella en obreros y campesinos y en 1920 Lenin decidió cerrar la Proletkult, aunque pusieron de relieve que la nueva Rusia seguía un desarrollo propio y excepcional.

En definitiva, la Gran Guerra demolió los últimos restos de la cultura decimonónica y asentó los cimientos de la era de la Guerra Fría: el american way of life y el «socialismo real».

Historiador

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