LA BATALLA DE SIRTE

Así se combate calle a calle en Libia contra el Estado Islámico

Una operación militar que dura ya tres meses está a punto de doblegar el principal bastión de los yihadistas en el país norteafricano

Imagen tomada poco después de estallar un coche bomba accionado por un suicida en Sirte.

Imagen tomada poco después de estallar un coche bomba accionado por un suicida en Sirte. / periodico

KARLOS ZURUTUZA / SIRTE (LIBIA)

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No se habla de otra cosa. “Ha caído el distrito 2”, espeta un miliciano adolescente desde el primer puesto de control al oeste de Sirte. “Dios es el más grande”, exclama Omar Zidani, al volante de su camioneta pick up. Luego lo repite mecánicamente con la vista fija en las columnas de humo negro que se elevan desde el centro de la ciudad

“El distrito 2; ¿sabes cuántas veces he soñado con este momento?”, pregunta el combatiente mientras golpea el volante con la mano con la que sostiene un cigarrillo encendido. El golpe hace caer la ceniza que se funde con el polvo y la arena que cubren el salpicadero y los asientos del vehículo. En el interior de la camioneta asoma un fusil de francotirador y dos chalecos antibalas. Zidani forma parte de la fuerza de la “Estructura Sólida”, la operación militar lanzada el pasado mes de mayo por la coalición de fracciones libias anti-Estado Islámico.

Los yihadistas, tras controlar Sirte durante el último año y medio, están ahora cercados y a un paso de ser expulsados de la ciudad. La ofensiva y el asedio a Sirte, la ciudad natal del fallecido dictador Muamar el Gadafi y la última gran urbe en caer en manos de los rebeldes durante la revuelta del 2011, empezó hace tres meses y desde el pasado uno de agosto las operaciones militares de la coalición libia ha contado con el apoyo aéreo de aviones de combate de Estados Unidos.

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INFIELES Y HEREJES

En el pequeño hospital de Zafaran, situado junto a los mástiles en los que el EI crucificó no hace mucho a infieles y herejes, hay dos ambulancias que conducen unos hombres encargados de cargar y traer a los últimos heridos en el frente del distrito 2. Aquí, en el hospital se limpia la sangre de la ambulancia antes de devolverla al infierno, y se hace sitio para la siguiente.

En el suelo del vehículo hay incrustado un proyectil de mortero de 61 mm sin explotar que entró por el techo cuando todavía los sanitarios no habían recogido a los heridos. Ahmed Sedani, el conductor, dice que es un milagro mientras señala con el dedo índice el proyectil alojado en su vehículo. Sin duda lo es.

Unos 500 metros más allá, tras recorrer una avenida cortada por montones de arena y flanqueada por ruinas, se levantan los restos de un edificio que se cae a trozos y que alberga el hospital de campaña móvil del distrito 2. Allí, los vivos y los muertos son trasladados en camillas que tropiezan entre los escombros y la basura.

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Los médicos no dan abasto con los últimos heridos en llegar. Un suicida acaba de reventar la primera línea de combate con un coche bomba. Un miliciano camina en chancletas con los pies ensangrentados; otro grita de dolor desde una camilla por las quemaduras sufridas en los brazos con los que sigue implorando a Dios.

TABIQUES ENNEGRECIDOS

Cuesta creer que el Mediterráneo luzca turquesa tras estos tabiques ennegrecidos. Tanques y furgonetas artilladas atraviesan el paseo marítimo mientras la infantería se resguarda en edificios destripados en primera línea de playa. El mar en calma, completamente indiferente al desastre, parece tener un efecto balsámico e invita a más de uno a tomarse un pequeño descanso. Dura poco.

“¡Un coche bomba!”, avisan carretera abajo. “¡Dios es el más grande!”, responden desde aquí. Hombres a la carrera, y las mismas furgonetas artilladas derrapan para volver por donde han venido o aceleran marcha atrás. Falsa alarma. El segundo coche bomba del día estallará aquí mismo, pero una hora más tarde.

“¿QUIÉN ES ESTA GENTE?”

Mismo lugar 24 horas, 50 heridos y nueve muertos más tarde. La Corniche de Sirte se ha cortado con contenedores de transporte marítimo que impiden el paso a los temibles suicidas. Un miliciano asoma ligeramente la cabeza para otear el lado prohibido de la avenida, apenas dos segundos. La zona es segura siempre y cuando uno no tiente a la suerte poniéndose a tiro de los francotiradores en la calle que corre paralela.

Se reparten las bandejas de comida que llegan a diario desde Misrata (una pequeña pizza y dos rollos de hojaldre rellenos de carne). También hay té rojo o verde, o Pepsi, todo a pocos metros del lugar en el que yacen los cuerpos de dos combatientes del EI. Uno es negro, “africano”, pero el corrillo a su alrededor aún delibera sobre si el otro es egipcio o tunecino. Ambos quedan inmortalizados por una docena de teléfonos móviles. Ahmed, ingeniero petroquímico en una vida anterior, dice no entender nada.

DECEPCIÓN Y LÁSTIMA

“¿Quién es esta gente? ¿Qué buscan aquí? ¿Quién los manda?”, pregunta el misratí sin esperar respuestas. Puede que ni los muertos las tuvieran. “Es posible que este africano ni siquiera hablara árabe. ¿Sabía realmente por qué luchaba aquí?”, añade Ahmed. Apenas muestra rencor, es más incredulidad, decepción, lástima por los muertos. Todo a la vez.

Alguien ha encontrado una cortina entre las ruinas para cubrir los cadáveres. El eco monótono de los disparos tras los contenedores retumba contra la línea de villas frente a la playa. Llegado desde Sebha, en el inhóspito sur del país, Alí dice que le habría gustado vivir en una de ellas. La de las buganvillas, por ejemplo. Además el mar, subraya, tiene mucho yodo.