CON MUCHO GUSTO
Callos de mar
El bacalao encierra sabrosos misterios. Como las mal llamadas tripas, que nada tienen que ver con los callos. El chef Víctor Quintillà las prepara magistralmente
Con las interioridades de los animales hay que andarse con cuidado literario y culinario. Los callos, en gallego y castellano, la tripa, tripe en catalán o en francés, son el estómago y los intestinos. Un concepto que se aplica erróneamente a la vejiga natatoria de pescados como el bacalao. Se trata de una cámara de aire situada junto a la espina dorsal con la que variando su volumen, regulan el nivel de profundidad. Como morfológicamente se confunde, bajo el nombre de tripitas se vende una de las partes más sabrosas del bacalao.
Otra cosa es el buche del atún. Salado y seco es el origen de un plato casi olvidado que conocí en el restaurante Peixerot de Vilanova. Una receta en recuperación que bajo el nombre bull de tonyina preparaban los pescadores los días de invierno. Un rancho potente que invita al vaso de vino tinto, todo lo contrario de las tripetes de bacalao, sedosas y matizadas de gusto.
PESCADO MOMIA / Para que se les puedan aplicar estos adjetivos hay que cocinarlas con astucia. Al fin y al cabo, son partes de un pescado momia y resucitarlas requiere un mantra. Partimos de un despiece que alcanza el máximo sabor si el bacalao se ha pescado entre enero y abril, en aguas frías, cuando tiene una mayor consistencia paralela a una notable cantidad de gelatina. Como se conservan en salmuera, deben desalarse antes de guisarlas según la fórmula de Víctor Quintillà, chef de Lluerna, de Santa Coloma de Gramenet, Ya en su punto de sal, las escalda en muy poca agua, que aprovecha para la cocción posterior. Un sofrito de ajos tiernos y chalotas es la base dónde incorpora las tripitas con unos guisantes lágrima cocidos estrictamente, potenciando por unas pocas vainas para dar contraste de huerta en primavera. Un criterio que le lleva a añadir un puñado de aromáticas colmenillas.
Cuando hace años jugábamos con Leopoldo Pomés a pasarnos direcciones de restaurantes desconocidos en los que se comía de maravilla, me apunté un tanto con Lluerna. Años después le concedieron una estrella Michelin, lo que no es trivial estando situado en Santa Coloma. Es cuestión de bordar el guiso de tripetes.
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