Nupcias anticrisis

La boda de Diana y Carlos aplacó la ira por los recortes de Thatcher y la ola de violencia juvenil

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Bodas reales irreales

Bodas reales irreales / periodico

ROSA MASSEGUÉ

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Funcionó en 1947 con la boda de la entonces princesa Isabel, cuando el país se recuperaba de la segunda guerra mundial y constataba que el imperio británico se le escurría de las manos. Y funcionó en 1981 con la boda del príncipeCarlos y Diana Spencer, cuando el Reino Unido estaba sumido en una severa crisis. Había entonces alrededor de tres millones de parados, las empresas cerraban a velocidad de vértigo, la inflación era de dos dígitos y las tijeras de Margaret Thatcher recortaban a diestro y siniestro. En la primavera de aquel 1981, los británicos sumaban miedo, no al futuro, sino al presente.

A mediados de mayo, las huelgas de hambre de los presos del IRA en Irlanda del Norte se llevaron a varios a la tumba. En junio estallaron disturbios sociales en barrios marginales de Londres y dos semanas antes del enlace real, se habían extendido a otras 15 ciudades. La ola de violencia juvenil desbordó a la dama de hierro, receptora de tomatazos allá donde iba.

Pero llegó la boda real y los británicos salieron de su pesadumbre y recuperaron la alegría. El efecto balsámico del casamiento estaba fuera de duda. No hubo objeciones al despilfarro. Los súbditos de la reina necesitaban estar contentos y la Casa Real satisfizo plenamente aquellos deseos.

Con 20 años recién cumplidos, Diana era la novia real ideal. Era anglicana, de antigua familia inglesa y se suponía que virgen, condiciones fundamentales para dar hijos a la corona. Era además tímida, vivía en el mundo -aunque fuera un mundo muy elitista- y trabajaba. Era una bocanada de aire fresco en el ambiente cerrado y rancio del palacio deBuckingham.

En carroza de cristal

Fue sin duda la boda del siglo, con 750 millones de telespectadores. En las calles de Londres, otras 650.000 vieron como la futura princesa cruzaba la ciudad en una carroza de cristal. La ceremonia se desarrolló en la catedral de San Pablo por su capacidad muy superior a la abadía de Westminster, templo habitual de las nupcias reales -Guillerrmo y Kate se casarán allí-, y porque permitía hacer una gran cabalgata de ida y vuelta por el centro de Londres.

Hubo 3.500 invitados. Allí estaban todas las testas coronadas, en ejercicio o exiliadas, desde los más conocidos como los reyes de Holanda, Dinamarca o los príncipes de Mónaco, a los más exóticos reyes de Tonga o Samoa occidental. Eran casi 70, aunque hubo una notable ausencia, la de la familia real española. A alguien se le ocurrió que la luna de miel, un crucero por el Mediterráneo a bordo del yate real Britannia, se iniciase en Gibraltar, lo que generó un profundo malestar en Madrid, en un momento en que el contencioso por el Peñón atravesaba una fase delicada.

Durante la ceremonia algunos agoreros ya intuyeron que algo se torcería cuando, de común acuerdo, la pareja rompió la tradición al no prometer ella ante el altar la obediencia al marido. Por si fuera poco, Diana, con una voz apenas perceptible, equivocó el orden al pronunciar los nombres del príncipe.

La princesa de Gales cumplió, con dos hijos, el deber de asegurar la descendencia de los Windsor, porque de deber se trataba, no de amor. Aquella joven tímida y algo desvaída se transformó en una mujer hermosa, elegante, poseedora de un glamur que chocaba frontalmente con la naftalina real. A diferencia del aspecto formal y acartonado de la reina Isabel, la princesa generaba una gran empatía cuando estaba con ancianos, niños, enfermos de sida o víctimas de las minas antipersona.

La pareja se separó en 1992 y se divorció en 1996. La prensa gráfica le había jugado una mala pasada cuando al tomarle la primera foto como novia de Carlos, la colocaron a contraluz de modo que le trasparentaba la falda. Pronto aprendió a ser ella quien se valía de la prensa, tarea en la que fue determinante la eclosión en el Reino Unido de las revistas de papel cuché a partir de la aparición en 1988 deHello!.

Expuso en la plaza publica la desintegración de su matrimonio con la sospecha de la infidelidad de Carlos, su bulimia, los intentos de suicidio, la crueldad de los Windsor y todo ello la acercó más a los británicos que compartían problemas parecidos. Por eso fue un icono y por eso su trágica muerte, el 31 de agosto de 1997, fue un psicodrama colectivo al que solo le falto que el primer ministro del momento, Tony Blair, la definiera comola princesa del pueblo.