Xavier Cugat

Mambo, mujeres y sonrisas

25 años después de la muerte del catalán que triunfó en EEUU con sus ritmos latinos, su legado persiste. El autor de este artículo, que prepara una novela basada en la vida de Cugat, repasa su simpar trayectoria

Cugat, con un chihuahua, en el verano de 1990, unos meses antes de su muerte.

Cugat, con un chihuahua, en el verano de 1990, unos meses antes de su muerte.

JORDI PUNTÍ

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Se celebran estos días los 25 años de la muerte de Xavier Cugat, ocurrida el 27 de octubre de 1990. Se recuerdan su música y sus anécdotas, sus dibujos y sus esposas, pero se revive sobre todo al Cugat ya mayor, de finales de los años 70, cuando en España se estrenaba la democracia y él volvió para quedarse. Nada más llegar se instaló en el hotel Ritz de Barcelona. La elección de un hotel como vivienda no era casual: Cugat pasó toda su vida entre hoteles, aviones y salas de baile. También en los juzgados, donde pleiteaba con sus exmujeres y sus exdiscográficas.

En Barcelona, su Rolls Royce dorado -una de las pocas pertenencias que trajo de EEUU- solía estar aparcado a las puertas del Ritz, en la Gran Via, y los paseantes se paraban para admirar la matrícula del estado de Nevada con su nombre: CUGAT. Qué excéntrico. Cugat ya era entonces un ídolo sin edad y muchos se acercaban a saludarle. Seguidores, periodistas, músicos en ciernes, cinéfilos, empresarios: todos querían conocer a Cugat para arrancarle una anécdota, una caricatura, un par de millones de pesetas para montar un espectáculo o un casino en Eivissa.

Cugat se prestaba al juego con alegría. Había vuelto precisamente para eso. Olvidado en EEUU, lejos de los escenarios, aquí había recuperado ese estado de ánimo que se alimenta de los focos, el autobombo y la memoria feliz. Había aparecido en TV-3 y en el Un, dos, tres de Chicho Ibáñez Serrador. Había apadrinado a la joven cantante Nina y Javier Gurruchaga le había montando un gran homenaje musical en TVE.

Una caricatura andante

Ese Cugat que la gente recuerda ahora era una caricatura andante, un autorretrato como los que había dibujado toda su vida, con el peluquín, una pipa sin tabaco, el traje impecable, un bastón, acaso un chihuahua en su regazo. También con esa sonrisa inmutable, un toque de bribonería simpática y un acento estrambótico a la hora de describir sus amigos y mujeres en Hollywood, Nueva York o Las Vegas: Abbe Lane, Frank Sinatra, Rita Hayworth, Al Capone... Nombres que salían de su boca, con su acento macarrónico en todas las lenguas que dominaba, y se convertían al instante en glamur sonoro.

En Estados Unidos, Xavier Cugat -Cugie, Mr X, El rey de la rumba- fue todo eso y mucho más, fue una figura de primer nivel en la cultura popular durante más de 40 años. Un pionero de los salones de baile, de las actuaciones musicales en la radio y en la televisión. Un actor que conquistó Hollywood con su orquesta de ritmos latinos. ¿Recuerdan esos ballets acuáticos en las películas de Esther Williams? Pues ahí, junto a la piscina, estaba Cugat con su orquesta, igual que acompañando a Fred Astaire o a Rita Hayworth en otras cintas. Su música fue tan popular en los años 50 que le llevó a viajar a medio mundo. De los 365 días al año, actuaba más de 300. El resto, parecería, los dedicaba a grabar discos y conquistar nuevos amores.

Nacido con el siglo XX

La inquietud viajera le acompañó toda su vida. Nacido en Girona con el siglo, el 1 de enero de 1900, su familia emigró cuando él tenía 5 años. Su destino fue La Habana. Frente a su casa estaba la tienda de un luthier valenciano que fabricaba violines. El niño Cugat se pasaba las tardes ahí y sus padres terminaron por regalarle un violín. Su dedicación y el empuje de su padre, un visionario, le llevaron a ser un niño prodigio. A los 12 años tocaba en la Orquesta Nacional de La Habana. A los 15 la familia se mudó a Nueva York. Era la época de más ebullición: italianos, irlandeses, asiáticos y judíos del centro de Europa, todos llegaban buscando el sueño americano.

El matrimonio Cugat se instaló en Nueva York con sus cuatro hijos -Francesc, Xavier, Albert, Enric- y una hija, Regina, nacida ya en Cuba. El mayor, Francesc, más conocido luego por Francis, les había precedido y ya se abría paso en el mundo de arte americano. Con el dinero de su último concierto en Cuba, Xavier siguió estudiando violín, actuó en varios festivales y no paró hasta conseguir una velada como solista en el mítico Carnegie Hall. Tenía 17 años, pero las críticas no fueron extraordinarias y además Xavier era un culo de mal asiento. «Prefiero tocar ChiquitaBanana y tener una piscina que tocar a Bach y morirme de hambre», dijo en una entrevista, y eso es lo que hizo: abandonó la música clásica, se fue a Los Ángeles, se hizo caricaturista por un tiempo y, tras pasar por la orquesta de Vincent López, adoptó los ritmos latinos y fundó su propia orquesta, Cugat y sus Gigolós.

Tristeza disimulada

Al frente, con la voz cantante, estaba su primera esposa, Carmen Castillo (o la segunda tras Rita Montaner, según algunas versiones). Como ella, sus otras esposas también actuaron a su lado: Abbe Lane, Lorraine Allen y la española Charo Baeza, una belleza de 18 años con la que se casó en Las Vegas cuando él contaba 66.

El resto de la carrera de Cugat es una banda sonora de ritmos latinos, una vacuna para superar los momentos de tristeza (que los hubo, aunque disimulaba). Un estilo musical y de vida que influyó a toda una generación de músicos, gente como Mario Bauzá, Machito o Tito Puente. Canciones como Amapola, El manisero, Babalú Begin the beguine, tocadas por Cugat cientos de veces, en versiones que cambiaban a medida que se modernizaba su música. De los violines a las trompetas, de las maracas a las congas, siempre buscando el perfil más popular. ¡Maaaambo!

Hay muchas formas de valorar el gran legado de Cugat. Un paseo por eBay, el portal de subastas online, da una idea de su alcance: miles de elepés editados en todo el mundo, ecos de chachachá, de mambo, de ritmos afrocubanos, con esas portadas kitsch y siempre una mujer bonita a su lado. Pero también el recuerdo de una vida millonaria que se desintegra con el tiempo: anuncios de navajas de afeitar, bombones (Cougat Nougat), juegos de cartas, programas de conciertos, autógrafos, fotos dedicadas, caricaturas de famosos... Durante muchos años, Cugat fue un gran negocio, para él y para los que le rodeaban. A su muerte, el músico polifacético se convirtió en una sonrisa. Uno pronuncia su nombre y la memoria convoca a esa sonrisa socarrona, que sabe más de lo que aparenta. Como habría dicho él mismo al finalizar una de sus actuaciones en el Salón Sert del Waldorf Astoria: «Theees waaas terrrrific!». 

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