Navidad: una relación de amor y odio

La mezcla de espiritualidad, familia y consumismo caracteriza unas fiestas en las que no todos se sienten cómodos

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Inma Santos
Inma Santos

Periodista

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Somos contradictorios, para qué negarlo. Y no hay época del año que lo haga más evidente que la Navidad. Alegría y nostalgia, solidaridad y despilfarro, reuniones familiares y con amigos que nos encantan y nos saturan... De niños, la Navidad nos embruja con su halo de ilusión, hay magia, regalos, tiempo en familia. En la adolescencia a menudo la rechazamos por transgresión, porque se nos antoja la máxima expresión de unas pautas marcadas por los mayores. Y de adultos, encorsetados en las obligaciones impuestas y autoimpuestas del ritual social, quizá la detestamos, sí, pero a la vez añoramos la Navidad de cuando éramos niños y quisiéramos volverla a vivir.

“Me gustan las calles iluminadas, los villancicos, la decoración, los regalos, las compras, el ritual, hasta las cenas de empresa, pero creo que se han convertido en fechas superficiales, egoístas y clasistas”, respondía Guiomar López (58 años. Funcionaria. Sabadell) a la pregunta ¿Amas la Navidad o la detestas? que ha hecho en las últimas semanas EL PERIÓDICO. “El sentimiento hacia la Navidad es ambivalente: hay gente que solo ve el lado negativo y gente que solo ve la ilusión, pero la mayoría se sitúa en el claroscuro”, apunta Francesc Torralba, filósofo y teólogo.

Y ese claroscuro no está en la Navidad sino en sus circunstancias. “Un mes antes nos invitan a comprar todo tipo de cosas asociadas a ella. Es la forma de celebrar cualquier cosa: comprando”, denuncia Carmen Gracia (socióloga. 44 años. Rubí). El suyo es uno de los reproches más habituales. Y es que estas fechas concentran el 20% de las ventas anuales del comercio, y más del 50% en el caso de juguetes y perfumes. La situación económica no está para tirar cohetes (más de 5,5 millones de parados en España; 770.000 en Catalunya), y el despilfarro navideño se tilda de “obscenidad”, pero las familias catalanas gastarán en estas fiestas entre 500 y 600 euros y los comercios prevén aumentar un 4% las ventas, según explicaba este mes el secretario general de la Confederación de Comercio de Catalunya (CCC), Miguel Ángel Fraile.

No cabe duda de que la Navidad es la fiesta del consumo. “Todo está orientado a convencer a la gente de que la forma de expresar que queremos a nuestros allegados consiste en gastar dinero comprando regalos”, afirma Rubén Sánchez, portavoz de la organización de consumidores FACUA. “Si nos regalan, asumimos que debemos corresponder y caemos víctimas de ese chantaje emocional”, añade.

“La Navidad ha perdido gran parte de su sentido”, se lamenta Jordi Martínez (recepcionista. 55 años. Barcelona). Tal vez, pero el consumo navideño no deja de ser la expresión en estos tiempos de la poderosa pulsión humana por ser en sociedad: “Incluso en un paisaje apocalíptico de la civilización, si hubiera sociedad, habría una fiesta como la Navidad en la que nos regalaríamos cosas, aunque fueran hechas a mano. Porque su sentido último es la sociabilidad; es la obligación de intercambiar, de estar con los demás, compartir y regalar”, explica el antropólogo Manuel Delgado.

Asi, la Navidad ha perdido en gran medida la parte de ritual originariamente religioso, pero su dimensión socializadora no solo pervive, sino que goza de una excelente salud. “Esa ambivalencia genera la sensación de que la celebración se ha desvirtuado. Valores de la tradición religiosa como la familia, la generosidad, la solidaridad, se siguen viviendo, pero secularizados”, explica Neus Barrantes, profesora de Psicología Clínica de la Universitat Autònoma de Barcelona. Y el resultado es un sentimiento de automatismo; la sensación de que no es una Navidad auténtica, y de que repetimos sus rituales uno y otro año solo por tradición. ¿Por obligación?

“Todo ritual implica unas prácticas que son por definición colectiva obligatorias. Puedes no cumplirlo, pero sabes que alguien te lo recordará en forma de reproche”, advierte Delgado. Son las reglas del juego: saltárselas pone en peligro la integración social en un grupo. Y esas normas que parecen un lastre y añaden presión son las mismas que echan de menos los que en estas fechas están lejos de casa.

“No cambia la Navidad, cambiamos las personas”, afirma Torralba. Otro envoltorio -no nos felicitamos con postales sino por SMS, whatsapps y e-mails; compartimos por Skype la sobremesa con los ausentes...-, pero el mismo trasfondo. Eso sí, se vive de forma diferente; sin ir más lejos, porque una cosa es la Navidad de los niños y otra la de los adultos. Y esta supone combinar la vida laboral con múltiples gestiones, compras más o menos agónicas y preparar ágapes multitudinarios; lidiar con relaciones familiares a veces maltrechas… Y con una sonrisa, porque en estos días “por imperativo social hay que ser feliz”, recuerda el filósofo.

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En este contexto, la Navidad, supuestamente tiempo de paz, espiritualidad y reflexión, deriva en desasosiego y estrés. Porque “genera expectativas, para con nosotros mismos y los demás, y se percibe mucho la diferencia entre lo que tendría que ser y lo que en realidad es”, explica Barrantes. Un cóctel de emociones que lleva a caer en el tópico de que toda Navidad pasada fue mejor.

Aunque, en realidad, lo que querríamos es volver a vivir estas fiestas como niños. ¿Cuántas personas que detestan la Navidad recuperan la ilusión al ser padres o abuelos?. “La Navidad siempre es más bonita cuando hay una cuna o un niño corriendo bajo la mesa”, concluye Torralba. Es la ocasión de revivir y transmitir la magia y la ilusión perdidas.