Análisis

Una política fiscal de más de lo mismo

Un ciudadano aguarda turno en una oficina tributaria de Barcelona.

Un ciudadano aguarda turno en una oficina tributaria de Barcelona.

Guillem López-Casasnovas

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De nuevo suenan tambores de aumento de impuestos. Para quien gestiona la tesorería del país, llamar a obtener nuevos ingresos es acuciante, aunque dependiendo de cómo se haga puede que ahuyente más que atraiga más recaudación a las arcas de la tribu. Es comprensible la preocupación cuando las cuentas no cuadran. La reducción del déficit público a saltos (varios puntos anuales) hasta alcanzar el compromiso de un equilibrio (llegar al 3%) en el 2013 resulta harto compleja, especialmente si se ha de lograr por la vía del recorte del gasto. Puede que ni sea conveniente conseguirlo por esta ruta rápida del tijeretazo drástico. Es sabido que retirar los impulsos fiscales puede comprometer aún más la esperada recuperación, y no existe acuerdo acerca de la dureza y la magnitud que deben tener los necesarios ajustes para enderezar nuestra economía.

Por lo demás, las estimaciones sobre la mayor capacidad de recaudación con un aumento de la fiscalidad (en genérico, gravar más a los ricos, con un punto de identificación en torno a los 120.000 euros brutos de ingresos anuales) no son fácilmente cuantificables. Ni tan siquiera por nuestro Instituto de Estudios Fiscales, que cuenta con los simuladores al uso, ya que una subida de los tipos puede desincentivar la actividad económica o incentivar la inmersión de las nuevas bases fiscales. De modo que la sensibilidad recaudatoria a una variación de tipos es probable que sea elevada y que acabe gravando a quienes ya tributan.

En efecto, la medida abunda en gravar las rentas que afloran más que las que se eluden. Tampoco iguala los terrenos económicos (rentabilidades netas) que se derivan del tratamiento fiscal por tipos de renta o por las fuentes en que se generan. Correspondería hoy con un poco de calma rehacer nuestra fiscalidad más que continuar apurando a los contribuyentes pillados. Pero no son momentos de sosiego, ni político ni financiero. Y gravar a los ricos está en boca de muchos, aunque el objetivo no es sencillo. Mi definición precisamente de un rico en este país es la de aquel que no paga impuestos, esto es, aquel a quien le sale a cuenta montarse una ingeniería jurídica suficientemente compleja como para que lo que se pueda ahorrar con eso supere lo que le cueste en minutas de fiscalistas y abogados.

En el contexto anterior de un poco más de lo mismo se echa en falta en nuestras autoridades una persecución más activa del fraude fiscal, lo que coadyuvaría a legitimar el conjunto. No se entiende que la Agencia Tributaria vincule el éxito en esta tarea a disponer de más medios de actuación y mejores retribuciones. Para esto no hacía falta crear una agencia que se supone que por su estatus puede premiar resultados y no está vinculada al pago de inputs. Están abiertos expedientes que se eternizan a beneficio de despachos y hay una efectividad más bien baja. También puede que al Gobierno no le convenga reconocer esta sangría: su dejadez fue notoria cuando las cosas iban bien (entrada a chorro de ingresos vinculados al boom inmobiliario) y no hizo falta. Ahora faltan esos ingresos y la cultura de que esto no da más de sí está muy instalada. Antes, unos pocos defraudaban mucho. Hoy, unos muchos trapichean por muy poco.