Los efectos de la huelga

Aún es pronto para conocer el desenlace del paro de ayer

JOAN COSCUBIELA

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Aunque los gobiernos lo nieguen, las huelgas generales siempre han tenido efectos sociales y políticos. Y no parece que la de ayer vaya a ser una excepción. La de 1988 obligó a Felipe González a retirar las medidas anunciadas, aunque el giro social no llegó hasta 18 meses después, con la negociación de reformas sociales, como la creación de las pensiones no contributivas y en Catalunya la instauración del salario social. En 1994, después de la huelga, no hubo un desenlace pactado, lo que ocasionó una dispersión de conflictos que se prolongaron en el tiempo. La legalización de las ETT tardó seis años en reconducirse con la negociación de igualdad salarial y condiciones de trabajo. En el 2002, la huelga obligó a Aznar a derogar la reforma laboral cinco meses después de ser aprobada, aunque antes hizo dimitir al ministro de Trabajo. Aún es pronto para conocer el desenlace de la huelga de ayer.

En relación con la reforma laboral, al aprobarla por el procedimiento de urgencia y argumentar que era una imposición de los mercados, el Gobierno se ha cerrado algunas puertas, pero hoy resulta aún más necesario buscar salidas. Se corre el riesgo -y no podemos permitírnoslo- de que la huelga se transforme en un conflicto de dispersión que se instale en los centros de trabajo y la negociación colectiva. La huelga puede contribuir a que las reformas de la Seguridad Social, de la negociación colectiva y de las prestaciones por desempleo se reconduzcan al terreno del diálogo social. La debilidad económica y fiscal comporta complejidad, pero las cuentas de la Seguridad Social, todavía con superávit, ofrecen tiempo y margen para el diálogo.

En otro orden de cosas, este conflicto ha hecho emerger los graves efectos colaterales que la crisis está provocando en términos democráticos. La deslegitimación de todo lo colectivo y lo público, las llamadas a la resignación ante el poder de los mercados o el incentivo a la búsqueda de soluciones individuales y corporativas son solo la punta del iceberg.

Negar la incidencia de los mercados de capitales sería absurdo y suicida. Reconocer que la soberanía de los gobiernos queda limitada ante unos mercados globalizados es de sentido común. Pero pretender que la ciudadanía acepte resignadamente que son los mercados y no la sociedad quien decide las políticas es comenzar a enterrar la democracia.

El debate sobre la huelga también ha hecho evidente un mayor deterioro del pluralismo social en la comunicación, a lo que no es ajena la concentración de poder en los medios, la falta de autorregulación de algunos profesionales y la debilidad ideológica de las ideas de transformación social. No olvidemos que, como nos recuerda el Tribunal Constitucional, el pluralismo social en la comunicación y la existencia de contrapoderes sociales son pilares básicos de la democracia. Reconducir este conflicto social es necesario; evitar que avance el deterioro democrático es vital.