Retorno al Gulag

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nmartorell34624385 dominical 722 gulag foto ricardo garcia vilanova160714185744 / RICARDO GARCÍA VILANOVA

MARC MARGINEDAS

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Es un esfuerzo ímprobo, una pugna con la naturaleza en la que el caminante lleva siempre las de perder. En mayo, después de siete meses de celliscas y ventoleras, la tundra que rodea a Labytnangui, localidad siberiana al pie de los Urales, junto al Círculo Polar Ártico, se muda en una impenetrable llanura acuosa y hostil. Ya sea debido a los promontorios de más de un metro de nieve húmeda, reblandecida por las temperaturas primaverales, o a los enormes charcos sin desaguar que forma la rasputitsa (el deshielo), avanzar por este espacio mórbido y adverso, donde uno nunca tiene la sensación de dar pasos en firme, se convierte en una tarea extenuante, apta solo para excursionistas bien pertrechados y prendados de los paisajes polares, o esmerados geólogos en busca de vetas minerales o energéticas.

Quienes anduvieron hace siete décadas por estos remotos parajes carecían no solo del calzado y los aperos adecuados, sino también de la fascinación del caminante ártico actual, amén de la curiosidad del estudioso de la mineralogía. Eran, en realidad, miles de macilentos prisioneros, muchos de ellos políticos, con hambre perenne, consumidos por el frío y maltratados de forma recurrente por sus guardas, bregando, en régimen de esclavitud, para un país y un Gobierno que en 1917 había proclamado el final de la sociedad de clases.

EL CAMINO DE LA MUERTE

Cumplían prolongadas condenas penitenciarias que incluían los trabajos forzados, y tenían ante sí un cometido que posteriormente se revelaría irracional, absurdo y sin lógica económica alguna: construir una línea férrea entre las localidades árticas de Vorkutá, Labytnangui, Salekhard, Igarka y Norilsk, una vía de transporte denominada por el poder soviético de entonces como Línea Principal Transpolar y que escritores de la generación inmediatamente posterior terminaron apodando como Miortvaya Doroga (camino de la muerte).          

Encontrar en la Rusia del siglo XXI a supervivientes del Gulag –acrónimo con el que se designa en idioma ruso al conglomerado de campos de trabajo para presos políticos y comunes que el régimen soviético desarrolló a partir de la década de los años 30– con un grado de lucidez mental idóneo como para relatar el padecimiento que les supuso entonces trabajar para el Estado hasta la postración, equivale a buscar una aguja en un pajar.

RELATOS CLAVE

Varlam Shalámov, periodista, escritor y disidente soviético, menos conocido en Occidente que el nobel de Literatura de 1970, Aleksándr Solzhenitsyn, ya describió con prolijidad, a mediados del siglo pasado, en sus 'Relatos de Kolymá', el extenuante pateo de un zek (prisionero en el Gulag) por la nieve recién caída del Extremo Oriente soviético, una experiencia muy similar a la que fueron obligados a vivir a diario los constructores de la aniquiladora vía férrea ártica, por la que transitan, en la actualidad, como máximo, tres o cuatro trenes al día.

Y el resultado hiela la sangre. "¿Cómo se abre camino en la nieve virgen? Un hombre echa a andar, suda y blasfema, avanza sin apenas poder mover los pies, hundiéndose a cada instante en la esponjosa y profunda nieve. El hombre se marcha lejos…. se cansa, se acuesta en la nieve y enciende un pitillo", describe el autor en el arranque del primero de sus relatos cortos, titulado precisamente 'Por la nieve'. 

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Shalámov tuvo que asumir el repudio de una hija que no quería correr la suerte de su progenitor, y sobrevivió al Gulag gracias a la intervención de otro recluso, Andréi Pantyukhov, que ejercía de doctor en el dispensario del campo en el que estaba internado. Arriesgando su vida, Pantyukhov consiguió alejar al escritor del tormento de las minas, convirtiéndole en enfermero del campamento, y enseñándole tareas médicas como tomar la temperatura o poner un vendaje.

Fue liberado en 1951, autorizado a regresar a la Rusia europea tres años más tarde, y finalmente rehabilitado en 1956. Cuando sus 'Relatos de Kolymá' comenzaron a ver la luz en Occidente, allá por los años 60, tras ser sacados del país de forma clandestina, se vio obligado, por presiones políticas, a retractarse de su obra. Murió en 1982 en un albergue para escritores discapacitados. Era ya solo un pensionista de salud quebradiza debido a los años en el Gulag, que no llegó a conocer en vida la gloria de autores contemporáneos suyos como Solzhenitsyn.  

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A diferencia de Shalámov, Maria Zavátskaya, de 78 años, nunca fue internada en un campo de trabajo, pero sí es probablemente la única habitante de Labytnangui que en su septuagenaria memoria, aún custodia frescos recuerdos de aquella época. En aquel entonces era una hambrienta niña siberiana de 10 años en un país que acababa de librar una guerra de supervivencia con la Alemania nazi, y se ofreció a trabajar en la construcción del tendido férreo. "Había que cargar piedras", recuerda en la cocina de su pequeño apartamento, mientras abre una carpeta repleta de recortes de periódico de la época. "Mire. El ferrocarril llegó aquí en 1948, estuvimos tres días esperando al primer tren", continúa.

Gracias a esta colaboración, Maria no solo pudo llevarse a la boca, tal y como explica, "un trozo de pan diario", sino que también trabó contacto con esos presos que guardas armados traían puntualmente de los cercanos lager (campamento) para completar la construcción del tendido férreo. "¿Cómo olvidar a los prisioneros? En aquella época, robabas harina y te caían 10 años en el Gulag. Hay miles de muertos en esas vías de tren. Trabajaban hasta reventar; cuando un prisionero moría, le cubrían de tierra y se acabó", revive, rodeada de iconos y símbolos religiosos, circunstancia algo sorprendente habida cuenta de que se ha criado y crecido en un Estado que se proclamaba ateo. "Mi familia siempre fue ortodoxa, y yo estoy bautizada", se afana en puntualizar.

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Los cautivos, según esta pequeña mujer de hablar pausado, trajinaban "hasta la oscuridad", lo que hacía que en verano estuvieran más horas a la intemperie. "En invierno –continúa– la temperatura descendía a 50 grados bajo cero y seguían". Recuerda a los presos como "personas amables", que incluso compartían su comida con menores como ella. De entre aquellos con los que estableció una relación estrecha, evoca con especial cariño a Klavdia, a la que llamaba tiotia Klava (tía Klava). Era de Perm (Urales) y fue para Maria "como una madre". "Tenía tres hijos y cumplía una condena de 10 años", relata. La posibilidad de fugarse era una idea que a casi ningún condenado se le pasaba por la mente: "¿Adónde ibas a ir, si por aquí solo hay bosque?".

DESMANTELADOS POR EL RÉGIMEN SOVIÉTICO

A diferencia de los campos de concentración nazis –muchos de los cuales, finalizada la segunda guerra mundial, quedaron intactos y legaron para posteriores generaciones una infraestructura que fue transformada en museos donde se mantiene viva la memoria de lo sucedido–, la mayoría de las instalaciones vinculadas al Gulag fueron desmanteladas por el régimen soviético, algunas de ellas incluso tardíamente, en los años 80. Pese a todo, es posible recuperar junto a la vía de tren, cada verano, cuando la tundra se hace amable y permite las incursiones de los estudiosos, herramientas, alambradas y, sobre todo, restos de zemlyankas, cabañas de madera excavadas en el suelo y donde llegaban a hacinarse, en menos de una treintena de metros cuadrados, hasta una veintena de reclusos.

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En una labor lindante con la arqueología, Nadezhda Tolkánova, directora del museo en Labytnangui, recopila, estío tras estío, con gran minuciosidad, restos de los campos de trabajo que existieron en la región. "Aún sabemos poco del Gulag: quién en concreto daba las órdenes para las represiones masivas.... Hay que esperar a que se abran los archivos de la época", detalla, mientras señala con el dedo los restos de una de las zemlyankas de la Kolonia 201, que abastecía de mano de obra esclava a los trabajos de este tramo del ferrocarril polar.

Contemplando ese agujero de 6x6 metros, flanqueado por un portón y algunas vigas de madera, rebosante de agua verde y hielo, y rodeado de esponjosa y húmeda nieve, no es difícil imaginarse el frío, la humedad, pero sobre todo el sentimiento de desamparo que debieron experimentar aquellos que en una época no tan remota trabajaron, vivieron y murieron construyendo este tren polar a ninguna parte.

A un par de kilómetros de allí, también a escasos metros de la vía, una pequeña necrópolis ortodoxa, presidida por dos cruces de reciente instalación, junto a una reducida infraestructura para los excursionistas y un puñado de lábaros antiguos de madera, procedentes de los enterramientos de la época y semicubiertos aún por el blanco manto invernal, testimonia el elevado grado de mortandad existente entre la población reclusa. "Sabemos que aquí hay enterrados 400 adultos y 250 niños; era importante que el lugar de enterramiento estuviera lejos del río", explica Tolkánova.

HUELGAS DE HAMBRE Y LEVANTAMIENTOS

No siempre los prisioneros aceptaron con resignación el destino al que el poder soviético les había condenado. Pese a que desde el inicio de las purgas el régimen de Stalin ahogó toda tentativa de ejercer la disidencia política desde el interior de los campos, aplastando con violencia cualquier conato de protesta de los presos, e ignorando incluso las huelgas de hambre, tal y como relata el nobel Solzhenitsyn en 'Archipiélago Gulag', en algunos casos se produjeron levantamientos que obligaron a Moscú a reaccionar.

En Vorkutá, donde decenas de miles de represaliados trabajaban en las minas de carbón desde finales de los años 30, nada más morir Stalin, los condenados se plantaron, rehusaron acudir al trabajo, y pusieron sobre la mesa una serie de exigencias revolucionarias para la época, tales como tener acceso a un fiscal del Estado y un procedimiento judicial adecuado y con garantías. Era el verano de 1953 y Laurent Beria, uno de los estrechos colaboradores del dictador georgiano, responsable de muchas de las purgas, acababa de ser arrestado.

Sin embargo, el régimen soviético, impregnado de estalinismo, todavía no estaba preparado para revisar su política penitenciaria e intentó apaciguar el motín "enviando al general Iván Maslennikov a parlamentar con los prisioneros", recuerda Aleksándr Kolmikov, guía municipal de Vorkutá, una ciudad  a cien kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico, que aspira a diversificar su economía promocionándose como destino turístico para estudiosos de la naturaleza y público interesado en la historia soviética.

Tras mantener algunas conversaciones con los alzados, los responsables del campo de concentración empezaron a detener a los organizadores de los desórdenes, y finalmente ordenaron disparar a matar contra los reclusos. La cincuentena de prisioneros que fallecieron durante los tiroteos "fueron enterrados a toda prisa", explica Kolmikov. En las primeras cruces que presidían sus tumbas, únicamente se colocó "un número de identificación penitenciaria". Después, cuando el régimen se liberalizó, se inscribieron los nombres de los muertos en las sepulturas, "aunque para ello se tuvieron que cotejar los datos con Moscú".

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No es posible pasear por Vorkutá, una típica ciudad soviética de aires provincianos, sin abstraerse de su trágico pasado. Allá donde el visitante dirige la mirada, el Gulag se manifiesta: en las minas cerradas; en el decrépito puente fuera de uso que cruza el río –una construcción que hace las delicias de los niños locales y permite el acceso a la ciudad abandonada donde residían los geólogos y el personal libre que trabajaba en los pozos– y en las cruces y monumentos conmemorativos instalados, una vez desaparecida la URSS, por países como Polonia y Ucrania, estados independientes que en el siglo pasado estuvieron bajo la órbita de Moscú y cuyos miles de ciudadanos perdieron la vida en un exilio impuesto y cruel.

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Y es que en esta localidad minera, cuyo nombre permanecerá para siempre vinculado a una de las purgas políticas más crueles de la historia contemporánea, llegaron a trabajar, en los momentos álgidos de la represión, hasta 70.000 cautivos. Fueron, en realidad, tan solo una reducida parte de esos 18 millones de almas que, según los historiadores, estuvieron en algún momento de su vida confinados tras las vallas y los  alambres de espino de los campos de trabajo de la Unión Soviética.