Daniel Monzón: "Hago cine para conmocionar"

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BÁRBARA ESCAMILLA

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Es verborreico. mil frases por segundo. Pero no le sobra ni una palabra: cada una explica, describe, relata. Tiene una aventura que contar. Como siempre. La última le ha llevado volando sobre el mar del Estrecho de Gibraltar en lanchas ultrarrápidas, sorteando olas a golpe de adrenalina, riesgo y límites ausentes. El agua salpica y la droga vuela y se esconde. Droga hay mucha, en esta aventura. De la que cuesta la vida. De la que forma alianzas nobles, también, a pesar del trasfondo. Todo eso es 'El niño', “un reto y un viaje”, dice él, Daniel Monzón (Palma de Mallorca, 1968), su director y guionista, con emoción en los ojos, las manos llenas de gestos, muchas ganas de caña. La misma que destilaba su anterior viaje, 'Celda 211', un pelotazo con 8 goyas (mejor película y mejor director, incluidos) que le ha permitido lanzarse a esta producción de acción pura, trepidante, y que le ha vuelto a juntar con su compañero de aventuras, el guionista Jorge Guericaechevarría. Fue él quien le vino con esta historia.

La de los ‘gomeros’.

Sí. Chavales que llevan miles de kilos de droga en lanchas de goma semirrígidas, de unos 15 metros de eslora, que pueden llegar a correr hasta 80 nudos por hora, una burrada. A Jorge le producía curiosidad saber cómo eran estos chicos, qué les motivaba. Nos pusimos a investigar. Viajamos al sur.

¿Cuál fue el descubrimiento?

Lo primero que uno piensa es que lo hacen por el dinero, pero en la mayoría de los casos, los 20.000 euros que pueden ganar en una sola noche se los gastan con la misma rapidez. No tienen un plan de vida, no piensan en ahorrar o en poner un negocio, son muy pocos los que prosperan y muchos los que terminan en la cárcel. Nos dimos cuenta de que les impulsa un fuerte sentimiento de rebeldía contra la autoridad, contra el sistema, quieren sentirse importantes, desafiantes. Y están enganchados a la adrenalina. Nosotros la pudimos sentir durante el rodaje, a bordo de esas lanchas. Ir en ellas, a gran velocidad por el mar, proporciona una sensación brutal de infinitud, de no tener límites, es la carrera más eufórica que puedes hacer con un vehículo. Y esa euforia, ese riesgo de hacer algo prohibido, de estar jugándote la vida, emborracha. Te sientes capaz de todo. 

Y sella alianzas férreas.

Es la parte poética: el vínculo de amistad profunda que se crea entre los gomeros. Responden unos por otros hasta con la vida misma. Hay de fondo un código, mucha nobleza.

También se ve cercanía y normalidad en estos personajes.

No son los típicos traficantes que vemos en el cine. Era el tono que queríamos. Los gomeros son gente de la calle, con ese sentido del humor tan propio del sur, naturales, incluso tiernos, que delinquen y sueñan y se enamoran. Necesitábamos actores muy cercanos a esto, que conociesen a gomeros reales. En el cásting vimos a más de 10.000 aspirantes y ninguno de los que escogimos había actuado antes, salvo Jesús Carroza (7 Vírgenes), que interpreta al amigo del protagonista.

La templanza del protagonista, Jesús Castro, es sorprendente en un debutante.

Es que tiene ese halo del guapo clásico, siempre en su sitio, como Steve McQueen o Paul Newman. Tiene una fotogenia increíble. Teníamos dudas de si podría meterse en la piel de El niño, pero ya en las pruebas nos dimos cuenta de que su forma de mirar, de andar, de hablar, de escuchar, de moverse, de fumar… era magnética, hipnótica. Eso se tiene o no se tiene. Y encima sabía actuar.

¿Cómo fue la labor de documentación para crear estos personajes?

Cuando Jorge [Guerricaechevarría] y yo fuimos a conocer la zona, acompañados por uno de los productores, Javier Ugarte, buscando gente con la que hablar, nos abrió mucho la puerta haber hecho Celda 211, porque gusta mucho tanto a la policía y a la Guardia Civil como a los delincuentes. En cuanto se enteraban de que éramos los responsables de esa película se ponían a hablar sin parar [risas]. Fueron meses de escuchar, de conocer el lugar, de cruzar el Estrecho, de viajar a Marruecos, de embebernos de todo. Y, por supuesto, de subirnos a esas lanchas y a los helicópteros de vigilancia.

Para las escenas de acción renunció a los efectos especiales.

Sí. Es que estoy muy cansado de todos esos' blockbusters' que confían todo el peso de la película a unos efectos que sí, son espectaculares y a veces bellos, pero que, en mi opinión, como espectador, te dejan frío y te distancian mucho de lo que está ocurriendo en la pantalla.

Y aquí salpica el agua.

Aquí salpica el agua.

¿Cómo rodó esas escenas, sobre todo las del mar, con la lancha a toda velocidad y el helicóptero persiguiéndola a escasos metros?

Sin efectos y sin dobles. Son los actores los que protagonizan las escenas de acción. Luis Tosar y Eduard Fernández [que, junto con Sergi López y Bárbara Lennie, interpretan a los guardias civiles] están dentro del helicóptero, con la puerta abierta, para saltar a la lancha; los jóvenes [Castro, junto con Jesús Carroza y Saed Chatiby] son los que la pilotan a toda velocidad, sin ninguna experiencia previa más que el entrenamiento recibido para la película. Cuando lo planteé así, antes del rodaje, todos se entusiasmaron: querían volver a jugar, vivir una aventura real, sentir esa adrenalina. Y los miembros del equipo técnico vivimos lo mismo: junto a esa lancha íbamos todos, en otra, luchando contra golpes, olas y mareos, con la cámara al hombro. Pero es que era la única forma que yo veía de hacerlo para transmitirle al espectador toda esa fuerza.

Los ‘gomeros’, las redes de narcotráfico, la Guardia Civil, alijos, contenedores, sobornos... Es un universo extraño, el Estrecho.

Es un lugar especial, con una energía muy poderosa. Allí confluyen varias formas de entender la vida, tres países (Reino Unido, España, Marruecos) y también dos continentes. El puerto de Algeciras es la entrada de África a Europa y el tráfico de mercancías es descomunal. Entre miles de contenedores, la Guardia Civil intenta controlar lo incontrolable. Lucha contra enormes molinos esquivos, poderosos. Ellos nos abrieron sus puertas y nos hablaron sobre qué motiva a un agente aduanero cuando es consciente de que localizar un alijo de droga o desarticular una red de narcotráfico allí es como buscar una aguja en un pajar. Pues ese granito de arena constante es su día a día, en el que también existe una camaradería curiosa, la adrenalina de perseguir y atrapar y, claro, de vencer constantemente la tentación de mirar hacia otro lado a cambio de un sobre. Son personajes en la frontera, entre África y Europa, el bien y el mal, la moral y la doble moral, la vida y la muerte. Era ambicioso mostrar todo esto, pero ese era nuestro objetivo. Una mirada casi documental con la emoción de la ficción.

¿Cómo se escribe todo esto a cuatro manos?

Nuestra rutina como guionistas es curiosa. La primera parte del proceso, de entrevistarnos con gente, de ambientarnos para esta película, ha sido tan maravillosa que solo por eso ya me compensa. De ahí fuimos sacando Jorge [Guerricaechevarría] y yo ideas: paseamos, hablamos mucho, buscamos el tono, la parte visual. Nos fuimos contando la película el uno al otro antes de hacer la primera versión en papel, para la que nos recluimos en su casa de Madrid, donde escribimos también 'Celda 211'. Una de las ventajas que tenemos es el oído finísimo de Jorge: se le quedan grabadas expresiones y formas de hablar que luego nos sirven para los diálogos. Cuando vemos que algo no encaja, nos vamos a dar una vuelta. A airearnos. Y luego volvemos. Y así hasta que todo cobra sentido y forma.

¿Y el final?

Es lo más complicado. Lo solemos dejar bastante abierto, para permitir que la historia fluya y sea ella la que vaya marcándolo. Y eso es complicado, porque… a veces no te gusta cómo acaba [risas]. Pero no puedes defraudar al espectador, porque no es tonto.

Desde su debut con ‘El Corazón del guerrero’, su cine ha tocado muchos frentes. ¿Ha sido una evolución premeditada?

Para nada, he ido haciendo lo que me pedía el cuerpo [risas]. Con 'El corazón del guerrero' [1999] tenía ganas de jugar, de tocar todos los géneros que me gustaban de pequeño, por eso es una mezcla brutal: fantástico, 'teenager', romántico, aventuras, efectos especiales, brujería, espadas… Pensaba: ‘voy a jugar con todo en esta primera por si no me dejan hacer otra’ [risas]. La segunda, 'El robo más grande jamás contado' [2002], era una comedia en la que homenajeaba a la picaresca de algunos personajes de nuestro cine y de nuestra literatura. Un disparate, una gamberrada de la que aprendí mucho. Y 'La caja Kovak' [2006] satisfizo ese punto de thriller que también me atraía. Son todas hijas mías y estoy muy orgulloso de ellas. Y luego llegó 'Celda 211' [2009], que fue una inmersión con Jorge en el universo carcelario, y un éxito, la verdad, inesperado. No pensamos que iba a tener esa acogida entre un público que desde el minuto cero se quedaba conmocionado. Y por eso, porque yo hago cine para conmocionar y conmover, me siento afortunado de haberlo conseguido. Al menos una vez.

¿Es suficiente el talento para poder sacar una película adelante?

Hombre, para hacer una buena novela tienes un ordenador o papel y lápiz. Pero una película se consigue por una confluencia de mucha gente y mucho dinero, y ambos han de unirse en una misma dirección. 'El niño' tiene un gran presupuesto, seis millones de euros, pero, para lo que es, está hecha con muy poco dinero. En los circuitos internacionales no se lo creían, le echaban el triple. Eso demuestra que se puede hacer una buena película con medios justos, maximizándolos. Pero es una aventura. Y a mí me gustan las aventuras. Si alguna vez me preguntan por qué soy director de cine responderé: “Porque no puedo evitarlo”.