EL RETO DE LA DIADA

Triple estrés estructural

Por muy mal que funcione, la asamblea nacional de Catalunya es el Parlament y no una asociación

PERE VILANOVA

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El 11 de septiembre es una fecha importante para Catalunya, y cada año la Diada seguía un guion más o menos parecido. Por un lado, una serie de actos institucionales, obligados, y por otro varias manifestaciones, de afluencia variable según la intensidad de la reivindicación nacional subyacente. Este año el guion, días antes del 11-S, parece considerablemente trastornado -y eso se debe a varios factores-, pero no se recuerda una Diada sometida a tan fuerte estrés ambiental. De hecho, se trata de un triple estrés y eso hace que este Onze de Setembre tenga cierto suspense.

El primer factor de estrés es, por supuesto, la crisis. Coincide la fecha con la formalización de un rescate pedido según normas establecidas fuera de Catalunya (y de España): en Bruselas. Este rescate tendrá varias lecturas políticas posibles, pero su necesidad parece obvia y viene dictada por urgencias económicas cuya solución se mide en días. Por tanto, los que dicen que la solución de aquí a final de mes está en que este día 11 Catalunya proclame su independencia, simplemente, viven en otra galaxia.

El segundo factor de estrés es que nunca desde 1977 el contexto general y la propia naturaleza de esto que se llama Unión Europea han sido tan poco favorables a unilateralismos económicos o políticos. ¿Alguien cree que Bruselas,Durao Barroso, Van Rompuy, DraghiyMerkello que necesitan ahora es una secesión conflictiva en uno de sus estados clave? ¿Y una nueva ampliación, después del dudoso balance de la ampliación a 27 miembros? ¿Vista la situación de la eurozona? Pretender que eso no sería un obstáculo para una proclamación unilateral de independencia es surrealista.

El tercer factor de estrés estructural viene de lejos. Lleva años creciendo, pero la crisis y su versión catalana y española lo han convertido en el problema principal: el naufragio de nuestros sistemas de representación política. Es decir, nuestros sistemas de representación de intereses sociales, que por definición son muchos y muy diversos. Esta tarea, en democracia representativa, corría tradicionalmente a cargo de partidos, sindicatos, asociaciones y grupos de presión. La crisis ha evidenciado un desajuste estructural sin precedentes, del que hay tres síntomas (que no necesariamente soluciones): el desprestigio galopante de la partitocracia y su apropiación cleptómana de instituciones y organismos de todo tipo; el conglomerado 15-M + indignados, que no consigue pasar de la protesta a la propuesta; y el malentendido de fondo sobre la sociedad civil, tan invocada por unos y otros, y por cierto tan plural por definición que solo en la Federació Catalana d¿Oenegés hay casi un centenar de asociaciones. Y en ocasiones, algunas, en la medida que escenifican con razón su descontento con «el sistema» o «los políticos», afirman que representan a «la sociedad civil», cuando no directamente «al pueblo» (de Catalunya, de España, de Europa).

Y esto plantea un problema: cómo se mide la representación. Es legítimo que el ciudadano descontento con la situación actual pregunte: «De acuerdo, pero ustedes, ¿a cuánta gente representan?» El otro día, en TV-3, una señora afirmaba con mucha convicción: «Es que nosotros somos la Assemblea Nacional Catalana», y de ahí pasó a decir lo que tienen que hacer el Govern, el Parlament y todo hijo de vecino ante la manifestación del día 11. Por mal que funcione y defectos que tenga (y tiene un montón), la asamblea nacional de este país, Catalunya, es el Parlament. Así lo dice el Estatut y así lo establece el principio de democracia representativa: se puede verificar que al actual Parlament lo han votado 3.130.276 ciudadanos, mientras que tal o cual oenegé, sea cual sea su número de socios, representa a ese número de socios aunque pueda a la vez tener una considerable, creciente o decreciente influencia social. Pero está por demostrar que por autodefinirse como «sociedad civil» se tenga la misma o más legitimidad que el Govern y el Parlament.

Al final, las decisiones políticas, legislativas, presupuestarias, nos guste o no, se toman en las instituciones apropiadas y no pueden esperar. Ya hubo una gran manifestación en julio del 2010, después de la cual se dijo: «Nada será igual». Según se mire, no es igual sino peor. Pero, en las elecciones que hubo cuatro meses después, CiU sacó el 38% de los votos; PSC, el 18%; y el PP, el 12%. En cambio, los partidos que parecían estar al frente de un movimiento tan supuestamente unánime llegaron, sumados, al 10%.

La ciudadanía se manifestará (o no, y es igual de legítimo), pero la clase política tiene un largo camino por recorrer para hacerse perdonar su responsabilidad primordial en el desajuste estructural que vivimos. A veces el tejido asociativo puede caer en la tentación de jugar a lo que no es, y a su vez los partidos políticos parecen creer que eso les da una bula ilimitada para seguir jugando lo que a lo mejor solo es una prórroga de un partido que puede acabar mal. Maximalismo y consenso no son lo mismo.

Catedrático de Ciencia Política (UB).