EL DÍA EN QUE TODO CAMBIÓ EN EL BARÇA

Wembley, minuto 111: gol de Koeman

Se cumplen 20 años del histórico primer triunfo del Barça en la Copa de Europa gracias a un gol inmortal del holandés

Momento en el que Ronald Koeman chuta a portería, en el gol que supuso la victoría en la final de Champions frente a la Sampdoria (0-1)

Momento en el que Ronald Koeman chuta a portería, en el gol que supuso la victoría en la final de Champions frente a la Sampdoria (0-1) / periodico

ELOY CARRASCO / Barcelona

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Luca Pagliuca tenía el nombre un poco circense, pero era un gran portero. Se estiró al máximo y compuso una figura tan plástica que embelleció aún más la escena. La bola se alejó de su órbita como un asteroide esquivo -hasta luego, Luca- y pasó por el palmo que quedó entre su mano y el poste. A unos 25 metros de distancia, un individuo muy rubio al que sus compañeros a veces llamaban el Bombilla echó a correr, enloquecido, vociferante, como un iluminado al que persiguiera un enjambre de iluminados; era exactamente eso, y en una banda del campo terminaron por apretujarse todos aquellos tipos demencialmente felices. Lo que acababa de pasar es que Ronald Koeman, nacido en Zaandam (Holanda) el 21 de marzo de 1963, había lanzado el cañonazo que ganaba la guerra más vieja del Barça: la Copa de Europa, la de las orejas grandes, vendría por fin a la ciudad.

Fue el 20 de mayo de 1992, en el inmortal estadio de Wembley, en el hermoso minuto 111 de la legendaria final ante el robusto Sampdoria de Génova: unos datos que ningún culé olvidará jamás. Hoy, sí, se cumplen 20 años.

A decir verdad, antes del partido la tropa azulgrana (casi 30.000) se sentía obligada a pasear por Londres sin las congojas de otras veces, arriba esos mentones, que somos los mejores. Qué demonios, el Barça era el Dream Team, un equipazo, y no se hable más. A nadie se le ocurriría pensar que aquellos italianos advenedizos y de provincias, entrenados por un serbio con pasado madridista, perro viejo, sería capaz de chafar la guitarra. ¿A nadie? A todos.

EL GENOMA CULÉ

El genoma culé todavía no ha salido en la revista Science , ni falta que hace. Todo el mundo sabe que el fatalismo es el rasgo mayoritario [estamos en los años 90 del siglo XX, nota para los veinteañeros acostumbrados al triunfo abundante y sin padecimientos] y, además, algunas veces es verdad que al paranoico le persiguen. Solo hacía seis años del Gran Trauma: Sevilla, 1986, Steaua, penaltis, esto no puede estar pasando... Depresión de caballo y la piel extremadamente sensible hasta la eternidad.

Pero cuando estábamos en Londres ya hacía unos años que al Camp Nou había vuelto Johan Cruyff, el gran curandero, y la autoestima repuntaba. Luego supimos que ya en Wembley -adonde los jugadores habían llegado en el autocar con esa mezcla de fe, silencio y miedo a lo desconocido tan propia de las visitas a las catedrales-, Cruyff les dijo aquello de «salid y disfrutad», y la fórmula funcionó (aunque parece ser que aconsejó lo mismo dos años después, en Atenas, y ya vieron qué juerga). «Vamos a una fiesta, no a un funeral», había dicho el holandés los días previos a cruzar el Canal de la Mancha.

Él era la turbina de transmisión del optimismo en un club tan propenso a los pensamientos chungos, al ay, ay, ay, a la cizaña entre familias en medio de la boda. En una entrevista publicada en este diario con motivo de la final, el presidente, Josep Lluís Núñez, no se ahorró el dardo. «¿Cuáles son sus relaciones actuales con Cruyff?», era la pregunta. «Buenas, teniendo en cuenta su peculiaridad», respondió el máximo responsable del club. Núñez dejaba claro que le parecía un capricho que el entrenador no le permitiera meter la nariz en el vestuario ni en los fichajes. La frase daba cuenta de que aquel matrimonio estaba más amañado que el Premio Planeta, de que algún día terminaría muy mal y de que ni en puertas de la mayor gloria se concederían un momento de paz completa. El presidente incluso había agitado las aguas la víspera de la final al anunciar en TV-3 que estaría un año más en el cargo y se marcharía, cosa que no cumplió. «Ahora ya me puedo morir tranquilo», dijo tras el triunfo. Y mintió dos veces: ni ha muerto -Dios le dé salud- ni estuvo tranquilo mucho tiempo más, porque el matrimonio de conveniencia con el entrenador no tardó en resquebrajarse.

MALAS ONDAS

Eran las ondas malas que emitía el entorno, ese ente molesto, sin rostro ni portavoces ni dirección postal, que intoxicaba el aire. Por eso a la final, además de disfrutar, había que ir con paciencia y mucha fe, y cada uno armó su cábala. Guardiola (el único de aquella plantilla, junto a Zubizarreta, que aún sigue en el Barça) paseó por toda Europa un amuleto. Era una novela, 'Bella del señor', de Albert Cohen, autor francogriego fallecido en 1981. Guardiola empezó a leerla (es un tocho de más de 600 páginas) en la primera eliminatoria, contra el Hansa Rostock, allá por el otoño de 1991, y lo terminó justo en la primaveral Londres. El libro cuenta la fijación de un hombre muy poderoso por una mujer que se le resiste, y es muy libre quien quiera ver una metáfora de la relación entre el Barça y la Copa de Europa, tan díscola ella con este club hasta aquella tarde en Wembley.

Guardiola ganó el título más importante del mundo cuando solo tenía 21 años y la conmoción emocional fue tan fuerte que, atacado, ni siquiera bajó a la cena de la euforia, el cava y la conga. Cerca de él, Carles Naval, el delegado del Barça, acostó a la reina de la noche, la Copa de Europa, exhausta tras pasar de mano en mano y tanto beso, en una cama de la habitación 151 del Hotel Sopwell Houses de St. Albans-Abbey. Esa misma madrugada, Joan Gaspart, el vicepresidente al que los términos populismo y demagogia siempre le quedaron demasiado estrechos, se remojó un poco en el Támesis para cumplir, de aquella manera, su penitencia personal.

GANAS DE 'VENDETTA'

El PERIÓDICO había enviado a cinco redactores (Emilio Pérez de RozasDavid TorrasMarcos LópezXavier Hoste y quien suscribe) y tres fotógrafos (Jordi Cotrina, Joan Cortadellas y Jaume Mor), y se había distribuido en Londres una edición especial para la animosa culerada viajera. «¡Eh, eh!, ¡que eso es nuestro, que somos nosotros!», interpeló el vehemente Emilio, valga la redundancia, a un grupo que llevaba el diario cerca de Trafalgar Square. «Ya te conocemos, ya te conocemos... ¡Visca el Barça!», contestaron los seguidores con complicidad. Luego todos cogimos el metro rumbo a Wembley, apelotonados con muchos seguidores italianos y algún nativo perplejo por la invasión mediterránea.

Los sampdorianos tenían la vendetta en la mirada porque el Barça les había ganado la final de la Recopa tres años antes, y esta vez creían en sus fuerzas. Tenían a su particular jeque como presidente -Paolo Mantovani, un riquísimo empresario petrolero- y el club progresó en pocas temporadas hasta el punto de ganar en 1991 la Liga ante rivales como el Milán de Sacchi, el Inter de Matthäus y la Juventus de Baggio.

Vujadin Boskov, el de «fútbol es fútbol» y otras perlas inolvidables, era el entrenador de los genoveses, que confiaban ciegamente en sus gemelos del gol , Gianluca Vialli Roberto Mancini, el que ahora acaba de ser campeón dirigiendo al Manchester City. Pero el primero no dio una («la traición de Vialli» , tituló un periódico italiano, porque tras ese partido fichó por la Juventus) y Mancini tropezó con un Chapi Ferrer pletórico que no le dejó tocar el balón.

Cómo corría Lombardo, el calvo, qué clase tenía Cerezo, el lento, y qué defensas tan pesados eran ManniniLannaVierchowod... El partido fue bueno, incluso muy bueno, y el 1-0 no es un testigo fiable del vaivén que hubo en las porterías. Zubizarreta completó una de sus mejores actuaciones con varias paradas decisivas, lo mismo que Pagliuca, y el poste devolvió un tiro de Stoichkov. Inevitablemente, aquel 0-0 tan terco hacía pensar en lo peor. Sevilla, 1986, Steaua, penaltis, esto no puede estar pasando otra vez... Entonces, Koeman chutó y cambió para siempre el código genético del Barça.