Análisis

Los abuelos, sus nietos y la verbena azulgrana, por Josep Maria Fonalleras

Josep Maria Fonalleras

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Una señora se queja del tapón que se produce delante de la mesa donde votan los socios inscritos entre los parámetros Grau y Guaza. «¿Cómo puede ser?». Le responde una amiga: «Es que viene Guardiola». Entonces, ella se resigna: «Allavons, ja no dic res». Es más o menos la una de la tarde, y la mesa número 51 es un hervidero. Un padre y sus cuatro hijos montan guardia: «Han dicho que ya estaba llegando». También la montan cámaras y fotógrafos, aupados en una de las barras de bar que hoy están cerradas. Los niños entran y salen para corretear por los soleados asientos del Estadi. Entonces oyen las proclamas de Pep Callao, el animador oficial, que habla por megafonía de «una auténtica riada de culés» y que reclama un aplauso fervoroso de la segunda gradería. En la hierba, los del tour «para sentirse como un jugador más» dan la vuelta de honor. La riada está en los pasillos. «Vendrá y marchará como un cohete», anuncia el padre. Los niños se empiezan a impacientar. Quieren irse a la explanada donde hay juegos y actividades, pero el padre está convencido de que Guardiola está al llegar. Oigo a un periodista radiofónico que dice: «No hará declas».

Mientras tanto, abriéndose paso entre la gente, va y viene una de las camillas motorizadas de Assistència Sanitària. Esta vez, en lugar de retirar a lesionados, transporta a socios ancianos hacia la mesa que les toca. En la 51 pasan los minutos y Guardiola no llega. Decido irme, no sea que, de tanto esperar al entrenador, me pierda la visita al bus del primer equipo o al burro catalán que da vueltas cerca del Palau. Inevitablemente, me temo lo peor: que en cuanto me haya ido aparecerá. Por una vez, no es así. Guardiola, de hecho, no votará hasta las ocho de la tarde, cuando el padre que les digo ya estará en casa, y yo sentado en las butacas del bus.

Dejo la mesa 51, pues, y me fijo en las otras. En la López Castro-Llobregat, por ejemplo, donde un abuelo se fotografía en el momento de emitir el voto con sus nietos, para dejar constancia de su barcelonismo en las futuras melancolías de los pequeños culés. Muchos hacen lo mismo: es lo que se conoce como jornada histórica. Miles de personas votan o acompañan al socio en el voto y hacen colas enormes para acceder al nuevo museo o colas no tan colosales para pintarse la cara o para montarse en el burro hidráulico que, en manos de un empleado a veces sádico y a veces comprensivo, acaba con todos los niños en la colchoneta.

En el exterioR, me encuentro con unas turistas rusas despistadas que se creen que en los domingos el Camp Nou siempre es así, como si se tratara de una rambla habitual para ir a darse un garbeo. Un señor que dice llamarse Antonio y es de Salamanca («pero hace años que vivo en Girona») se fotografía, a falta de Ingla, con Ferran Soriano, que anda por ahí con Vicens y Godall. Cinco minutos más tarde lo hará con Jaume Ferrer. Me cuenta que intentará tener un álbum con los cuatro y le animo en el empeño. Salgo a comer por Les Corts y todo está lleno, como si fuera un día de partido. Al final, me como un entrecot tipo suela de zapato junto con unos alicantinos que han venido expresamente para votar. «¿Desde tan lejos?», les digo, y me cuentan que, bueno, que también tienen otros planes.

Vuelvo al Camp Nou y resulta que mi amigo Antonio no ha dado ni con Sandro ni con Benedito. Otra vez será. Sigue llegando gente. El sol ya no es tan justiciero. Los de la Orquestra Mitjanit siguen dándole como si nada al pupurrí. Sólo faltaría una coca, cuatro bombillas de colores y un poco de cava para que esto fuera una verbena.