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Ser o no ser, la Barcelona de Lubitsch

Ricard Marfà colecciona los últimos rótulos ancianos de esta ciudad antes de que la rebauticen como Inditex City

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Carles Cols

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Barcelona es la Varsovia de Ernst Lubitsch en To be or not to be, pero sin necesidad de que entre el X Ejército de la Wehrmacht para destruir esas señas de identidad tan entrañables que son los rótulos de las tiendas. El director berlinés, estadounidense de adopción desde antes del ascenso del nazismo, le dedica dos momentos de la película a los carteles de los establecimientos de LubinskiLominskiRozanski y Poznanski, primero como símbolos de una ciudad vital y reconocible, y después, tras la invasión, rotos y en el suelo, como ejemplo del horror de la guerra. Pues eso, que Barcelona ni ha necesitado una blitzkrieg, una guerra relámpago, para que quede irreconocible (Inditex City, debería llamarse ya), pero por suerte ahí estan tipos como Ricard Marfà, el nombre que se oculta tras la cuenta de instagram retolsrotuls, una suerte de alacena de cómo era esta urbe antes de que desde las instancias municipales se pusiera en marcha aquella campaña de Barcelona posa’t guapa y con esa excusa se arrasara con más de lo necesario.

Barcelona no necesita la Wehrmacht para quedarse sin Lubisnki, Lominski, Rozanski y Poznanski. Se basta ella solita para hacerlo

Marfà tenía solo siete años cuando se celebraron los Juegos Olímpicos de Barcelona, según se mire, el año 1 de la metamorfosis de la ciudad. Además, nació y se crió en Argentona, la repera si uno pretende ampliar las fronteras del mundo del botijo, pues es el Cupertino de tan perfecto invento y hasta tienen un museo dedicado a la cosa, pero no era su caso, le podía más la pasión por el grafismo, el diseño y la infografía, lo que es hoy su profesión, y fue esa filia la que le llevó a reparar en el menguante universo de los rótulos de Barcelona, en esas tiendas que poco a poco se extinguen, que lucen unas imágenes comerciales estupendas, como salidas de un catálogo apócrifo de Louise Fili, faro internacional de la tipografía, que de tan retros parecen modernas.

El catálogo Marfà, aunque aún incompleto, es más que un entretenimiento visiual y nostálgico. Ahí van, como ejemplo, tres apuntes tomados alrededor de la sede de este diario, no por obliguismo, sino porque está situado justo al lado del paseo de Sant Joan, que desde que lo remozaron es un frenesí de aperturas de nuevos locales y, ¡ay!, por eso mismo es terreno susceptible de que el catálogo Marfà mengüe. Antes en Sant Joan había mucha persiana bajada desde hacía años, es cierto, pero desde el lifting, la liposucción y el aumento de pecho que le han hecho a sus aceras se corre el peligro de que, como en otros barrios, Barcelona vuelva a cambiar más de piel que una serpiente.

Cantemos el 'Auld Lang Syne'

En el número 61 está la inimitable Ferreteria Lanza, que abrió al público en 1928 y despacha los tornillos como entonces. Es un lugar potencialmente novelesco. El dueño se sube a una escalera para acceder a las cajas de lo más alto de la estantería y mientras tanto te da conversación. Dos esquinas más arriba quedan los restos, es decir, solo los rótulos, de lo que una vez fue una conocidísima tienda de instrumentos musicales, Sagrista’s. Hace tiempo ya que entonó el Auld Lang Syne de Robert Burns y no hay que ser muy sagaz para pronosticar que su tipografía en cursiva terminará el día menos pensado en un contenedor de basuras, a no ser que, como sucedió con el Cinema Urgell, haya quien demuestre sentido común y cariño por la estética y se las lleve a casa, o, mejor aún, como ocurrió con el último vestigio del meublé Pedralbesmeublé, salvado por Lluis Morón y Carmen Revilla cual Bonnie y Clyde de la noche barcelonesa.

En las pesquisas, o sea, calzado cómodo y a andar, Marfà descubre a veces detalles minúsculos, como en el número 421 de la calle de Consell de Cent, dentro, pues, del radio de Sant Joan, donde en lo alto del dintel se mantiene fosilizada la referencia comercial de una empresa que ya no existe, Aerometal SA, Pequeña Mecánica. Tiene un aire un poco steampunk. Y en la esquina de ese mismo paseo con la calle de Aragó, un caso de libro, la Granja Petitbo, una antigua vaquería que estuvo años cerrada a cal y canto, pero en esa fase de hibernación su cartel quedó afortunadamente allí intacto, como congelado en el tiempo, hasta que ha renacido como local de brunchs y otras moderneces del comer.

Hay comercios a los que se les pasó el arroz, pero los hay que cierram solo porque, aunque rentables, les suben demasiado el alquiler

En Madrid, explica Marfà, los rótulos perduran más que en Barcelona. Parece que no es por cariño, aunque puede que un poco sí. La razón de fondo es que en la capital es más frecuente que los comercios, especialmente los más entrados en años, no estén en régimen de alquiler, sino que sean de propiedad. En Barcelona, la subida de las rentas por parte de los propietarios ha obligado a cerrar incluso negocios tan rentables como entrañables, incapaces de asumir que les multipliquen por dos, tres o más el alquiler. Es el precio de la fama, coincide Marfà. A su manera, todo esto comenzó en 1992, que fue algo así como el 1961 de Berlín, el año del muro. Hay fotos del catálogo Marfà a las que solo les falta que pase un Trabant por delante. Bueno, o un Seat 600.