Barcelona se viste de tricolor

Mayores de 90 años evocan su infancia en Barcelona durante la modernización social y política de la Segunda República

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yayos republica / JOAN CORTADELLAS

CRISTINA SAVALL / BARCELONA

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La proclamación de la Segunda República, la primera democracia real en España, de la que este jueves se cumplen 85 años, abrió un proceso de establecimiento y mejora de los derechos de la ciudadanía, muy especialmente en lo relativo a la educación. Barcelona, como las principales ciudades españolas, bullía en aquellos años de modernización. 

Jaume Almirall nació en 1924 en la Ronda de Sant Antoni, pero sus recuerdos de niño viajan a la calle Nou de la Rambla, donde su familia se trasladó para encargarse de la portería del edificio de delante del Palau Güell. "Hacíamos vida en la calle, desde donde se escuchaban los conciertos de jazz del Edén Concert. Allí vi el primer negro de mi vida. Era un boxeador", recapitula Almirall. Con sus amigos, jugaba a fútbol con un calcetín rellenado con trapos y hacían volar cometas construidas con cañas en la cercana calle Lancaster. "Todos íbamos con alpargatas. No tuve unos zapatos hasta que hice la primera comunión", asegura. Ya con ellos, su padre lo llevó a finales de diciembre de 1933 a la plaza de Catalunya al multitudinario entierro del 'president' Francesc Macià. "'S'ha mort l'avi', gritaba la gente. Y mi padre me alzaba a hombros para que pudiera ver algo".

EL TORTEL DE NATA

Lo más lejos que iba era al parque de la Ciutadella. "Tengo buenos recuerdos de esa época, a pesar de la pobreza". El único lujo era el tortel de hojaldre y nata de los domingos. "Mi padre, que entonces trabajaba de paleta, me daba una peseta e iba contento a comprarlo a la pastelería Estrella. Cuando subieron el precio cinco céntimos, dijo que se había acabado. Y nos quedamos sin postre". Pero la familia siguió tomando refrescos y el vermut dominical en la Rambla de Santa Mònica, donde se reunía el vecindario antes de la guerra.

Su ilusión era escaparse a los barracones de les Drassanes, donde vendían libros de ocasión. "Barría la escalera de arriba abajo y mi madre me daba unos pocos céntimos y con ello corría a comprar tebeos y cromos", explica Almirall, que después de la guerra se exilió, primero a Argentina, después a Uruguay y finalmente a Brasil, donde fue empresario. Una vez jubilado regresó a Barcelona.

"Durante la República gozamos de una libertad absoluta, a la que siguió la guerra, las bombas, el hambre, el miedo y la represión", considera Almirall, para quien la contienda fue la mayor tristeza jamás vivida. "La calle quedó muerta. No había casa sin fallecidos o exiliados. Y la delicuencia se apoderó del barrio chino", lamenta. "Suerte del abuelo que conseguía algo de fruta y de verduras de una masía. En la Boquería no había nada". El cambio que más le afectó fue la escuela. "De ir a un colegio liberal y laico, donde aprendí mucho, después de la guerra me trasladaron a una aula nueva donde nos hacían cantar el 'Cara al sol' y rezar padrenuestros y más padrenuestros. Tuve que hacerme del Frente de Juventudes para seguir estudiando. ¡Horroroso¡ Qué mal lo pasé".

Leonor Merola, que trabajó de secretaria en el despacho de un abogado, cumple 92 años el próximo mayo. Hija de militar, nació en Valladolid, donde estaba destinado su padre, pero a los seis meses su familia volvió a Barcelona. "Primero vivimos en la calle Consell de Cent y después, cuando tenía cinco años, nos mudamos a Urgell, frente a la Escola Industrial, donde solo estudiaban chicos", cuenta Merola, madre de dos hijos y abuela de ocho nietos, que se turnan para acompañarla a las revisiones médicas. "Mi padre se retiró del ejército y entró a trabajar en la editorial Ramon Sopena. Por eso leí todos los libros de Julio Verne. Entonces lo que estaba de moda eran las fábulas de Samaniego", explica, sonriendo.

NI NEVERAS NI CALEFACCIÓN

Merola estudió en el colegio Minerva, de la misma calle Urgell. "No era una escuela religiosa. Había niños y niñas", reconoce. Años después, le sorprendió, a principios del franquismo, que no le permitieran entrar en el monasterio de Montserrat porque llevaba una camisa con mangas cortadas debajo del codo, lo que dejaba ver el antebrazo. "Imagínate, qué tiempos. Todo era pecado". De su niñez recuerda su pasión por escuchar la radio, las trenzas, los macarrones que cocinaba su madre los domingos, jugar a ping-pong en la escuela, patinar en los jardines del Turó Park, las partidas de ajedrez con su hermano y las tardes en el cine. "Después de la República, cada vez que íbamos a ver una película nos hacían alzar la mano", señala.

En su casa, como en la mayoría, tenían cocina económica, planchas que se calentaban en el fogón de carbón y fresquera. "No había lavadoras, ni calefacción (pasábamos mucho frío) ni neveras. La comida se metía dentro de una jaula y se renovaba cada día. No éramos ricos, pero vivíamos bien". La de cambios que ha vivido en sus nueve décadas de vida. "De no tener línea telefónica a hablar con quien yo quiera con el móvil en plena calle", compara.

Su hermano, Pepe Merola, es dos años mayor, y todavía quedan cada 15 días para comer juntos e ir al cine. Él recuerda con nostalgia la República, porque después, en la guerra, vivió un infierno. "Acabé en un campo de concentración de Rota (Cádiz), y de allí a otro de Aranda del Duero (Burgos), de donde solo se salía para ir al cementerio. Fusilaron a casi todos. !Un horror¡ Me pude escapar de milagro y logré refugiarme en Francia. La República fue la mejor época de mi vida", cuenta Pepe Merola.

EL COLEGIO CERRADO

Los recuerdos del abogado Josep Maria Martínez-Mari, hijo de un procurador de Tribunales y de una maestra, pertenecen a la otra cara de la moneda. Para él, la República fue un periodo en el que cerraron su colegio cuando estudiaba el último curso de bachillerato en los Jesuitas de Casp. A sus 100 años, tiene la cabeza muy clara y anda con agilidad sin ayuda de bastón. "Los republicanos suprimieron la Compañía de Jesús y tuve que dejar el colegio. Los padres se organizaron y fuimos a estudiar con profesores particulares en un piso de la Diagonal. En mi casa, y en otras, guardamos objetos de la escuela para que no los quemaran. Nosotros protegimos libros y reproducciones de osos y caballos que se utilizaban para las clases de Biología, Yo no era político, era creyente. Consideré abominable que los republicanos quisieran dañar a los católicos. Mi hermano era sacerdote".

Se licenció en Derecho. Durante la guerra, tras exiliarse a Ginebra volvió para luchar en el bando nacional. En 1942 fue nombrado gerente del patronato municipal de la vivienda. "Construimos nuevos barrios. De algunos estoy contento, como Montbau, y de otros, no. Ese es el caso de la Mina", se sincera.