BARCELONEANDO

La Barcelona perdida de Picasso



Natalia Farré

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Barcelona y Picasso. Picasso y Barcelona. Un binomio difícil de disociar. Aquí llegó con 14 años. Aquí se formó. Aquí conoció a los que serían sus mejores amigos. Aquí pintó algunas de sus grandes obras de la época azul. Y aquí decidió que estuviera su museo, el único creado en vida y el único creado por expreso deseo suyo. Además aquí empezó todo: «Es donde entendí hasta qué punto podía llegar», afirmaba el malagueño. Y a donde llegó fue a genio. Pero antes ejercitó su destreza pintando lo que tenía más cerca: su ciudad de adopción. Paisajes urbanos y paisajes humanos irrepetibles. La piqueta acabó con muchos de los escenarios y el progreso, con muchas de las costumbres. Y la edad, en 1973, con el talento del genio. Aunque los lienzos siguen existiendo. Repartidos por todo el mundo, en su versión original. Y reunidos en un volumen de lujo (por factura y por precio), en su versión reproducida: Picasso. Obra catalana (Enciclopèdia Catalana), libro que también recoge por primera vez todos los trabajos que el malagueño realizó en Horta de Sant Joan, Gósol, Cadaqués y Ceret, además de en la ciudad.

La Barcelona perdida de Picasso se mueve por Ciutat Vella, la que el genio recorrió. De día y de noche. Pero si tiene un epicentro, este es la calle Riera de Sant Joan. Ahí tuvo por dos veces su estudio, en 1900 con el malogrado Carles Casagemas, y en 1903 con El bebedor de absenta, que es lo mismo que decir con Àngel Fernández de Soto. Y ahí pintó imposibles. La elección de la zona no era baladí. Los precios eran más baratos, pues la vía era una de las afectadas por el plan Baixeras, ese que pretendía, y consiguió, abrir la ciudad burguesa al mar y, de paso, acabar con la insalubridad de esa parte de Barcelona. Picasso lo sabía. Y pintó la calle a conciencia: «Nocturn barceloní tiene la dimensión poética de saber que lo que está pintando tiene fecha de caducidad. Y de esta manera ejerce de cronista de Barcelona con su pincel», apunta Eduard Vallès, autor del volumen y de su apéndice Picasso y el món literari català. Ahí donde, entre otras cosas, detalla la presencia, con corona sufragada, de Picasso en el entierro de Verdaguer. 

Desde la ventana de la Riera de Sant Joan pintó más paisajes perdidos, como la iglesia de Santa Marta. Un edificio barroco del XVIII suficientemente importante como para que, pese a ser reducido a escombros, conservara su fachada. El genio malagueño inmortalizó el campanario, que no sobrevivió. Y el frontispicio, ahora, da entrada a la cafetería de uno de los pabellones de Sant Pau. Sic transit gloria mundi. No fue la única iglesia que el malagueño plasmó en sus más que preciadas telas (suyo es el cetro del más crematístico). También se dedicó a la catedral. Esta sigue en pie, pero la fuente del estanque de las ocas del claustro no es la misma que vieron los ojos del malagueño. La de ahora es mucho más chata. La suya se elevaba hacia el cielo.

Desde otro de sus estudios, el de la calle de Comerç, el último que tuvo antes de marchar definitivamente a París, retrató el Palau de Belles Arts. Uno de los pocos edificios construidos para la Exposición Universal de 1888 con vocación de sobrevivir. Lo firmó August Font i Carreras. Y esta quizá fue su mala suerte. Puesto que su autor es uno de los arquitectos con menos obra en pie en Barcelona (nada queda de su Maison Dorée ni de sus Banys Orientals). Así que a la enorme construcción -23 salas de exposición y un salón de 63 metros de longitud- le llegó su fin. Fue en 1943 por orden del alcalde Miquel Mateu, conocido como Mateu del ferro por sus negocios familiares. Sospechosamente su derrumbe se hizo para aprovechar su estructura de hierro.

Tampoco queda ningún rastro del Torín, la primera plaza de toros que tuvo Barcelona. La levantó en 1834 Josep Fontserè en la Barceloneta. Y en 1835 se cerró tras los disturbios por una mala corrida: el desahogó del público incluyó la quema de iglesias. Reabrió en 1841 y Picasso fue un asiduo junto a su padre, gran aficionado a la fiesta. El coso pasó a mejor vida en 1923. Antes, en 1900, el malagueño lo inmortalizó en una de sus telas más poco picassianasy con más tipismo de todas las que realizó.

El Torín y el puerto y la playa de la Barceloneta -dos escenarios tan cambiados que son irreconocibles en la actualidad- eran los paisajes cercanos a su domicilio familiar y los paisajes que más frecuentó y más reprodujo durante los primeros años de su estancia en Barcelona. Cuando descubrió el mundo artístico, descubrió también la noche. Y su paisaje cambió. Lo suyo fue alternar en tugurios con sus amigos. El Paral·lel, entonces avenida del Marqués del Duero, era un clásico. «La zona no ha desaparecido, lo que sí que ha desaparecido es la vitalidad que se vivía en época de Picasso», sostiene Vallès. Son los paisajes urbanos y humanos de la Barcelona desaparecida de Picasso.