BARCELONEANDO

Los seis hermanos floristas

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Carlos Márquez Daniel

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Carmen sentaba a sus hijos y les daba a elegir: seguir estudiando o trabajar con ella. Seis de los siete hermanos, todos varones, optaron por el negocio familiar, las flores de las que mamá siempre estuvo enamorada y a las que se dedicó en cuerpo y alma. Son el clan Oliva, los hermanos floristas de las calles altas de Barcelona.

Su zona de influencia es el distrito de Sarrià-Sant Gervasi. Cuatro de ellos disponen de una pequeña caseta, verde, metálica, calurosa en verano y gélida en invierno; con lo justo, las herramientas, cubos, plástico transparente, cuerda, celo, tijeras y libretas. Los otros dos, por cuestiones de espacio, exponen el género en estanterías de hierro y madera, al raso, como lo hiciera su madre en la plaza de Adrià, donde el mar se ve desde lo alto de Muntaner, el lugar en el que empezó todo. Encontrarán a Rafa en la plaza de Joaquim Folguera, a Javier en la plaza de Adrià, a Luis en Via Augusta con Doctor Roux, a Juan en la plaza de Sant Gregori Taumaturg, a Antonio frente al Tenis Barcelona y a Pepe en Manel Girona con Doctor Ferran. 

Una de tantos

Carmen Martín falleció hace dos años pero hay mucho de ella en esos seis hombres. Era una de tantos andaluces (toda la familia nació en Osuna) que en los años 60 se montaron en el tren conocido como ‘el sevillano’ para subir a Catalunya en busca de trabajo. Ya había mandado a Barcelona al hijo mayor para que abriera camino. Empezó en la hostelería y ha sido el único de los siete vástagos que no se ha dedicado a preparar ramos. Ahora está jubilado. Cuenta Rafa (60 años) que su madre empezó su nueva vida catalana limpiando un piso en una zona pudiente de la ciudad. "Hizo muy buenas migas con la señora de la casa", hasta el punto de que la animó a que se dedicara a eso que tanto le gustaba. Se echó la manta a la cabeza y se plantó en el ayuntamiento para preguntar qué tenía que hacer para ponerse a vender flores. Consiguió una licencia -sería el año 1973- y descubrió su verdadera vocación, esa que hoy mantienen, con distintos estilos, todos y cada uno de sus herederos.

Carmen fue al ayuntamiento y preguntó qué tenía que hacer para vender flores en la calle

Rafa vende junto al mercado de Sant Gervasi. Se acuerda de su aterrizaje en Esplugues en 1968, todos juntos en el piso diminuto en el que ya vivía Manuel, el mayor. El padre encontró trabajo sin problema, en la construcción. "Fue un hombre tierno, sensible, dulce, que era feliz con solo vernos a todos riendo en la mesa mientras comíamos". Ellos se pusieron a estudiar mientras la madre iba creciendo con su pequeña tiendita. "Ella era el auténtico timón de la familia". Hablando con los hermanos uno tiene claro que todo giraba en torno a Carmen. "Era emprendedora, se la veía disfrutar mucho con lo que hacía", aporta Juan, que tiene el puesto en la ladera sur de la de la iglesia redonda, donde no para de despachar peonias a las señoras del Turó Park.

El chasis "castigado"

Como cualquier madre, se preocupó de que a sus hijos no les faltara de nada. Ninguno de los seis floristas tuvo dudas cuando les puso las dos opciones sobre la mesa. Porque los estudios no eran lo suyo o porque veían que a Carmen le iba de maravilla, todos se volcaron con las flores. Daba igual el trabajo en plena calle, o que alguien pensara entonces que las plantas eran cosa de mujeres. Los tenía en la plaza Adrià de aprendices, y cuando les veía ya sueltos, pedía una nueva parada en otra ubicación del distrito. Tampoco esperaba demasiado: a los 15 o 16 años ya les dejaba a cargo de una pequeña franquicia. Nunca tuvo problema alguno, ni demasiada competencia, quizás porque era, y sigue siendo, un trabajo sacrificado, de fines de semana, de laborar a merced de los elementos, de madrugar para ir por flores tres días a la semana a Vilassar. "Tengo el chasis muy castigado", sostiene Antonio, que nutre a muchas de las casas de revista de la zona de Pedralbes. Es el que más se emociona cuando recuerda a Carmen. Saca el teléfono y enseña, entre suspiros, las fotos de su madre

En las visitas a todos y cada uno de los puntos de venta de los hermanos Oliva Martín se repite la misma escena, la de algún vecino, y sobre todo vecina, que se acerca sin querer nada concreto y un poco de todo. No hay precios en las flores. Tampoco la cosa va a peso, pero sí un poco por la cara bonita y la fidelidad del cliente. "Hazme algo por 10 euros, Rafa". Y Rafa, que conoce bien a la persona que se lo pide, le prepara un ramo con una destreza admirable. "Ahí lo tienes". Lo mismo con Antonio, que despacha a una señora que quiere flores para su nieta, que hoy se gradúa. "Y estas de regalo", le dice el florista, con un ramo de claveles. 

Amigos y clientes

Mucho podrían aprender las multinacionales del trato que dispensan a su clientela. De cómo les preguntan por la familia, con nombres y apellidos; por la mascota, por el fin de semana, por el viaje con la pareja, por el trabajo o por la serie que están mirando en la tele. Y de cómo el comprador se detiene más de la cuenta, porque lleva casi 40 años cruzando con uno de los Oliva. "Son amigos más que clientes", coinciden. Isabel es una de esas personas que lleva décadas ornamentando su casa con el género de Rafa. "No soy la mejor clienta, pero sí la más agradecida". "Somos un poco patrimonio del barrio", señala Juan. Es la historia de los hermanos floristas de Barcelona. Pero también la de una madre que hizo florecer a toda una familia.