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Los mercaderes del templo

Las estrictas normas de acceso a la catedral de Barcelona fomentan el 'bisnes' del pareo

Una mujer vende pareos ante la catedral de Barcelona

Una mujer vende pareos ante la catedral de Barcelona / periodico

Olga Merino / Barcelona

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Cuando los de la CUP propusieron la marcianada aquella de expropiar la catedral, con el fin de que el templo albergara una escuela de artes escénicas y un economato para repartir bienes de primera necesidad, no les faltaba su migaja de cordura porque, como alegaban, la plaza de la basílica está “saturada de turismo hasta un extremo insostenible”. La petición de los cupaires, tumbada a principios de julio por el resto de formaciones en el consistorio, reclamaba en un lenguaje muy bíblico “la expulsión de los mercaderes del templo”. Y, en efecto, haberlos, haylos.

Cada día, sobre todo en las franjas horarias en que la entrada es gratuita, se forman colas larguísimas en la plaza Nova para visitar la catedral, cuyo acceso deciden los empleados de una empresa de seguridad en función de la ortodoxia del atuendo. Al templo no se entra con transparencias ni en pantalón corto ni recién llegado de la playa ni ataviado como para una despedida de solteras.

La contrariedad surge cuando el criterio del segurata se acerca al ideario de Falange en pleno apogeo del nacionalcatolicismo, cuando a Franco lo llevaban bajo palio y todo aquel escalofrío incensado. Porque una cosa es irrumpir en un lugar de culto enseñando el ombligo o los cántaros y muy otra hacerlo con un vestido recto de sisas y cuello caja; pues no, tampoco entra la respetable señora de tal guisa. Ni las niñas prepuberales en shorts y camiseta de tirantes. ¿Dónde está el problema, en el objeto o en la mirada?

La contrariedad surge cuando el criterio del ‘segurata’ sobre el atuendo se acerca al ideario de Falange

En cualquier caso, hecha la ley, tendidos los puentes para sortearla. Tan pronto como el visitante se queda pasmado cuando le dicen que nones, que no puede pasar, enseguida lo rodea un ramillete de vendedoras gitanas con la solución colgada del brazo: un pareo estampado por tres euros de nada (cada quien se busca la vida como puede). Sin darle apenas tiempo de reaccionar, le atan el fular al cuello, en plan capa de Supermán, y luego, en un ingenioso giro textil a la altura de la cadera, consiguen que el pañuelo recoja las piernas tapando los muslos. Listo el salvoconducto para entrar.

¡Ah, las religiones y la impudicia del cuerpo! “Apresuraos, pisotead los placeres de la carne; su gloria es vana como la flor del heno”, exhortaba un monje francés allá por el siglo X, en esa edad media que urdió la marginación de la mujer por considerarla demasiado próxima a la naturaleza. Pero no nos equivoquemos: tampoco acceden en la basílica los hombres en camiseta imperio. Otro pareo, otros tres euritos. En verano a nadie se le ocurre echar una rebeca en el macuto.

Los turistas nórdicos y anglosajones muerden el cebo como peces hambrientos, mientras algunos latinos, más hechos a la picaresca, protestan por el 'bisnes' del trapo estampado: “En el Vaticano te prestan el pañuelo para que te tapes”, dicen unas italianas.

En las taquillas de la catedral venden las pañoletas a 1 euro, y a 1,50 en un tenderete de la plaza cuya dueña se queja de que ella paga impuestos y su cuota de autónomos. Pero, claro, el turista en la cola, entre el enjambre de gentes que vienen y van, apenas distingue su puesto.

“En el Vaticano te prestan el pañuelo  para que te tapes”, protestan unas italianas

En estas, un joven de la fila, vestido con una camiseta como las del baloncesto y con un marcado acento colombiano, estalla cuando las vendedoras ambulantes intentan colarle el pañuelo: “¡Qué es esto!, ¿acaso la Iglesia católica se ha vuelto un negocio?”. Renuncia a la visita, se da la media vuelta y, bajando las escalinatas, remacha: “Por eso la gente pierde la fe”.

Una vez dentro del templo, la capilla del Cristo de Lepanto permanece aislada y quien quiere entrar a rezar tiene que pedir permiso para pasar el cordón. Todo es un ir y venir de gentes. El claustro, hasta los topes. Los guiris se quedan alucinados frente a los confesionarios, como si fueran barracas de feria, y contemplan con impudor lo que sucede en el interior: en uno, el sacerdote escucha los remordimientos de un joven que parece muy afligido; en el de al lado, el cura mata el rato de espera como el móvil.

Digamos que bajo la majestuosa nave conviven mal el ejercicio de la fe y la invasión turística porque, como bien dice el dicho, no se puede estar en misa y repicando.