El Guaje de Los Baskos: el aprendiz de anarquista

Amigos y clientes rinden un homenaje anual al dueño del bar Los Baskos, de la calle Ramelleres

Manu y Erika, amigos de Alfredo Sancho el Guaje, frente al número 16 de la calle Ramelleres, donde estaba situada su taberna Los Baskos

Manu y Erika, amigos de Alfredo Sancho el Guaje, frente al número 16 de la calle Ramelleres, donde estaba situada su taberna Los Baskos / JORDI COTRINA

Olga Merino

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Hasta hace escasos días aún quedaban, frente al número 16 de la calle Ramelleres, los vestigios del homenaje que cada año un puñado de entusiastas tributa a Alfredo Sancho Juárez, apodado el Guaje. ¿Que quién era? Pues un espécimen irrepetible, de esa Barcelona rebelde e incómoda que, entre unas cosas y otras, viene liofilizándose.

Cada primero de mayo, amigos íntimos y clientes que frecuentaban Los Baskos, la cantina que el personaje regentaba en la mencionada dirección, se reúnen con el propósito de forrar las paredes aledañas con fotografías suyas y recordarle de la mejor manera posible, como a él le habría gustado, con sidra y zurracapote. Cada Día del Trabajo, un año detrás de otro, y eso que ya se cuentan seis desde su fallecimiento.

Llamarlo bar es mucho llamar. Los Baskos era un chiscón diminuto donde se servía sidra vasca y asturiana, acompañada de morro frito o bocabits que corrían a cuenta de la casa. En los apenas diez metros cuadrados del local, la vida se desplegaba en toda su exuberante e inverosímil complejidad: se mezclaban perroflautas, gente de la calle calle, jóvenes y veteranos, señores con nómina y corbata, currantes, alumnos de la contigua facultad de Geografía e Historia, cuya fachada posterior da justo enfrente, e incluso algún profesor: Manuel Delgado, antropólogo y autor de La ciudad mentirosa, le dedicó una emotiva entrada en su blog, El cor de les aparences.

El tabernero, apodado el Guaje, había sido uno de los sindicalistas más combativos de la Seat

Los Baskos era también una especie de santuario anarquista, donde se vendía La Soli y cuyos abigarrados muros estaban adornados con fotos de Durruti, de Allende, de Camilo Cienfuegos, del Che. Allí se reunía lo mejor de cada casa, aunque sin duda el título le habría correspondido al tabernero, al Guaje, un sustantivo de uso común en Asturias y la cuenca minera leonesa con el significado de muchacho; así llamaban a David Villa, que había jugado en el Barça. Guaje también define al chaval que anda aprendiendo un oficio, y tal vez por eso la cineasta Florencia P. Marano tituló Aprendiz de anarkista el entrañable documental Aprendiz de anarkistaque dedicó a su memoria. Vale la pena echarle un vistazo para hacerse una idea de quién era y del ambiente que se respiraba tras la trinchera de su barra.

En los años duros, el Guaje había trabajado en la Seat, donde fue uno de los sindicalistas más combativos. Cuenta en el vídeo que, a pesar de ser católico practicante, perdió absolutamente la fe el 18 de octubre de 1971, cuando la policía entró a caballo en la fábrica para desalojar a los obreros encerrados y mató de bala al compañero Antonio Ruiz Villalba; desde entonces, ya no quiso saber más de curas. El Guaje abría el garito incluso el día de Navidad.

Lo echaron de la empresa, a él y a otros muchos, que volvieron a ser readmitidos con la amnistía del 77. Con el tiempo, pudo montarse su tasca, un lugar especial donde se conversaba y a veces se cantaban rancheras, o las de Nino Bravo, o las rumbas talegueras, o los viejos himnos de entonces, “presiento que tras la noche, vendrá la noche más larga, quiero que no me abandones, amor mío, al alba”.

Los vientos de la gentrificación barrieron un local irrepetible, un diminuto reducto de libertad    

Aunque tenía familia en Gijón, Alfredo el Guaje no era asturiano ni vasco, sino de Castrogonzalo, un pueblo de la provincia de Zamora, pero gustaba de lucir chapela y frecuentar la compañía de euskaldunes por la franqueza que suele atribuírseles. Manu y Erika lo son; nacidos los dos en San Sebastián, se conocieron en Los Baskos y llegaron a trabar una profunda amistad con el amo, aunque al Guaje no le habría gustado esa palabra. “Ni Dios ni amo”, decía uno de los carteles que colgaban en el abrevadero (Manu lo guarda todo).

Ambos participan en la organización del homenaje anual, por puro afecto a un espacio y sobre todo a un hombre que ya forma parte indisociable de su biografía. “Fue una escuela de vida; aprendí allí más que en la facultad”, dice Erika; para Manu, Alfredo fue “el abuelo que nunca tuve”, y aunque le habría encantado tomar el relevo en el bar, pasó lo que viene sucediendo en esta ciudad con los alquileres. Ahora han instalado el Dalston Coffee, y anteriormente había ocupado el espacio un Butipà que bautizó un bocadillo con el nombre del Guaje.

Tanto Manu como Erika conocen bien la letra pequeña, la intrahistoria del local. Alfredo era un tipo entrañable que fiaba las copas, que albergaba a personas bajo su techo cuando lo necesitaban, que echaba un cable siempre que podía, “Guaje, préstame para el autobús a Madrid, que me he quedado sin dinero”. Y, claro, acabaron debiéndole una pasta.

Pero el pobre ya no echa cuentas, si es que las echó algún día: el 16 de marzo de 2012 lo encontraron muerto dentro de Los Baskos. Los vecinos, los habituales, su sobrina, se extrañaron de que no diera señas y el bar permaneciera cerrado a pesar de que se veía luz y se oía música. Tuvieron que llamar a los bomberos. Alfredo el Guaje había fallecido de un infarto.

Todavía hoy luce una lámina de vinilo sobre la placa de la calle Ramelleres, una lámina que dice: “Plaza del Guaje, 1942-2012”. Los restos del homenaje a un hombre que habría preferido unos potes a un panegírico.