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L'Hospitalet descubre la 'cara b' del turismo

Un turista con maletas en L'Hospitalet

Un turista con maletas en L'Hospitalet / DANNY CAMINAL

Carles Cols

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Fue en julio del 2015 cuando la alcaldesa de L’Hospitalet, Núria Marín, dijo que le pondría “una alfombra roja” a los inversores del sector turístico afectados por la moratoria de hoteles recién anunciada entonces por Ada Colau en Barcelona. Un año más tarde, celebraba los resultados de su decisión. La suya había sido hasta hace bien pocos años una ciudad sin hoteles, recordaba. En muy poco tiempo, solo en la plaza de Europa, había ya 13, y además de alta categoría. Son una bendición para las arcas municipales. En concepto de tasa turística, L’Hospitalet ingresa al año más o menos lo mismo que Lloret de Mar, aunque con otro perfil, gente de negocios, clientes de la Fira. Hay que añadir además los ingresos por IAE. Miel sobre hojuelas. Preguntada por la 'cara b' del turismo, la que anda en boca de todos en Barcelona, respondió: “Puede que en un futuro lejano sea un problema, pero si es así se abordará para encontrar soluciones”.

Antes de ir al número 9 de la calle Onze de Setembre, en Collblanc, donde ya conocen ese futuro lejano, conviene subrayar que L’Hospitalet no es, ni por asomo, ese 'rien ne va plus' en que se ha convertido Barcelona, una de las capitales mundiales de la mal llamada turismofobia. Hecha esa precisión, la situación en esa finca es la siguiente. El pasado mayo se inauguró en los bajos del edificio un albergue, aunque queda más moderno llamarles 'hostels'. Son cinco habitaciones repletas de literas. La capacidad máxima son unos 70 clientes. A última hora, es fácil conseguir cama por 16 euros la noche. La repera, pensarán los clientes. Tiene boca de metro a un minuto a pie. En un pis pas te plantas en las playas de Barcelona. Por Collblanc, vamos no es difícil ver a un grupo de jóvenes turistas con la toalla al hombro, una estampa chocante.

La moratoria hotelera de Colau fue acogida con entusiasmo en L'Hospitalet. En el 2015 se le prometió una alfombra roja"

La perspectiva de los vecinos, claro, es otra. Núria, que vive en el segundo piso tiene un par o tres de buenas razones para no dormir. Primero, el calor que genera el motor del aire acondicionado del albergue. Le entra por la ventana del dormitorio. Ha dejado puesto un termómetro allí de forma permanente. En el momento de la visita, para conocer su caso, marca 31 grados. Es media tarde. De noche, algo baja, pero tampoco mucho. ¿Cómo lo sabe? Porque el ruido a veces no deja dormir. En el albergue está prohibido fumar. Salen al portal a hacerlo. Por la ventana se cuela el olor a nicotina y a lo que no es nicotina. A cigarrillos de esos que aflojan la válvula de la risa.

También salen a beber a la calle. Si fuera un bar, estaría expresamente prohibido. Pero no lo es. No hay una vigilancia expresa sobre ello. Con el tiempo, la calle ha mutado. Hay que ser un poco Sherlock Holmes para perspicazmente ver los cambios. La tienda situada al otro lado del portal de la finca, por ejemplo, ha puesto tiestos junto al escaparate. No es por embellecer. Es para que no se le sienten allí los clientes del albergue.

La mala hora

A media tarde, todo parece bastante tranquilo. La mala hora comienza -dice Núria- a las siete de la tarde. A esa hora, el cliente tipo regresa de la playa y se prepara para la noche. A veces, harta, de madrugada llama a la policía municipal y, lo que son las cosas, en una ocasión llegaron primero los Mossos d’Esquadra. Perseguían a un joven que parecía recién salido de una pelea y que quería refugiarse en el albergue. Después llegó la guardia urbana.

Este tipo de incidentes, que no son muy graves, pero que por su constancia alteran los nervios, no son nada nuevo bajo el sol. Al menos, bajo el de Barcelona. Lo llamativo ahora es que lo sean en L’Hospitalet. Es lo que tienen las manchas de aceite. Crecen.

Ahora viene lo bueno. Hay que recapitular. Es lo que sucedió después de que hace tres años Marín le pusiera aquella alfombra roja al sector turístico. En el año 2011 (tomado como punto de referencia) había en L’Hospitalet solo 150 pisos turísticos, otro género de alojamiento a veces polémico. Para una ciudad con 110.000 domicilios, era una cifra insignificante. Las solicitudes para inscribir nuevos apartamentos turísticos en el registro era ocasionales, de media, entre 15 y 20 cada trimestre. Las alarmas saltaron a partir de mediados del 2016, reconoce el concejal de Urbanismo, José Castro. Fue como si de repente decenas de inversores hubieran descubierto L’Hospitalet en su particular mapa de yacimientos por perforar. La ola de la moratoria de Barcelona golpeaba contra los acantilados de su ciudad vecina. El caso es que en abril del 2017  el ayuntamiento aprobó una moratoria en la concesión de licencias turísticas e inició la redacción de una nueva norma más restrictiva, lo suficiente incluso como para que ese albergue (por estar en una finca con vecinos y por estar en una calle de menos de ocho metros de anchura) no habría podido abrir sus puertas.

La alarma saltó en el 2017 por el repentino aumento de peticiones de licencias turísticas, pero el albergue ya estaba en marcha

El refranero español será muy rico en entradas, pero lo cierto es que nadie pone sus barbas en remojo cuando ve que afeitan las del vecino. Que un albergue u hostal incrustado en mitad de una finca residencial es como remover un avispero con un palo se sabe en Barcelona desde mucho antes de la moratoria de Colau. El plan de usos que ahora ultima L’Hospitalet corrige ese error antes de que la situación empeore. Según el último censo, en la ciudad hay 359 apartamentos turísticos. Es una cifra aún minúscula. Los casos conflictivos, según Castro, son ocasionales. Los ha habido. Las fiestas en la terraza comunitaria de un apartamento turístico obligó al ayuntamiento a intervenir. También recuerda el concejal otro caso llamativo, el de un pillo que ocupó ilegalmente un piso y lo alquilaba a turistas.

Pero los albergues, como este de la calle Onze de Setembre, son casos más difíciles de resolver. Tiene licencia provisional. Los vecinos sostienen que es incompatible con los estatutos de la finca, que vetan expresamente varios tipos de actividades, por ejemplo las que comporten la existencia de una cocina. Cuando se llevaron a cabo las obras, se les prometió que, como albergue, a lo sumo habría un microondas para calentar el desayuno. Lo que hay es una cocina en toda regla y, tal y como han certificado los inspectores municipales, sin la correspondiente salida de humos canalizada hasta el tejado de la finca. Cosas de la 'cara b' del turismo.

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