BARCELONEANDO

El grafitero que salió de los libros

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Carlos Márquez Daniel

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José Ramón Lomas atiende al teléfono y dice que es el representante. Pone voz ejecutiva, pero cambia el tono cuando las preguntas refieren a la vida y el arte y no a presupuestos o plazos de entrega. Se convierte en padre y habla de su hijo con inusitado orgullo. Pocas cosas deben generar más postín que guardar la espalda profesional de tu herencia vital. En este caso, se trata de Hugo, un grafitero madrileño de 37 años, conocido como Sfhir, que acaba de dejar una estupenda impronta en Barcelona, en concreto, en la valla de unas obras. Y por encargo de un particular. Porque de un tiempo a esta parte, el arte urbano se ha venido muy arriba. En calidad y en aceptación ciudadana. Y como comodín para blanquear la imagen de muchas empresas.

El aviso lo dio el compañero del diario Luis Mendiola. "Me han hablado de un grafiti muy guapo en la calle de Anglí. Igual te da para un barceloneando". En la esquina con Dalmases estaba la clínica Asepeyo, un clásico del barrio de Sarrià, un edificio construido en 1967 por los arquitectos Josep Maria y Oriol Armengou. Antes de verano se supo que Asisa había pagado 6,5 millones de euros por la finca, y que pensaba invertir otros 10 millones en rehabilitarla. Lonas, andamios, operarios, máquinas. Y vallas de seguridad. Es ahí donde Sfhir se ha esmerado con los espráis, pintando ojos que desde la otra acera parecen fotografías, un bebé al que dan ganas de abrazar. Todo son motivos corporativos, un ‘spoiler’ de lo que está por llegar tras el metal. Pero esto para él es un trabajo, un pequeño retal de su creatividad

El buen profesor

Hugo empezó pronto con esto de los grafitis. Ahora vive de su arte, pero de vez en cuando se deja seducir por alguna que otra marca, sea por fidelidad o porque el proyecto le seduce. Cuenta que todo empezó en el instituto, cuando le pillaron pintando y estuvieron a punto de echarle del colegio. El profesor de Arte, Antonio Lancho, convenció al director y cambiaron el castigo: terminaría la obra, pero la haría a conciencia. Aquel maestro le prestó un libro sobre los orígenes del grafiti, sobre todo en la ciudad de Nueva York. "Me dejó fascinado y además me sirvió para cambiar mi firma, que era Evil, con un pequeño demonio rojo con tricornio. Me inspiré en Zephyr, un grafitero muy conocido en Estados Unidos y terminé eligiendo Sfhir". La historia del profesor tiene una deliciosa continuación. Más de veinte años después de aquella gamberrada, y mientras Hugo pintaba en una feria de arte contemporáneo, un hombre le tocó el hombre. "¿Sabes quién soy?". Al mismo tiempo, aquel señor sacó el mismo libro que aquel educador le había dejado en el instituto dos décadas atrás. Y se lo regaló. "Se me caían las lágrimas, fue muy emocionante. Y fíjate cómo es la vida: Antonio había usado en su clase diapositivas de grafitis que no sabía que eran míos".

A Sfhir no le entusiasma la publicidad. Basta con consultar su cuenta de Instagram para darse cuenta de que, como buen artista, prefiere que le dejen un pedazo de pared para hacer lo que buenamente le dé la gana. Aunque celebra que las empresas se vayan dando cuenta del valor añadido que puede aportar el grafiti, algo que Marc Garcia, impulsor de Rebobinart, el arte callejero convertido en bien público (tanto social, como económico y educativo) conoce bien. Este 'agitador' cultural habla de un "cambio de tendencia" del que la capital catalana no ha quedado al margen. De cómo "la publicidad está cambiando con la entrada de 'influencers' que hacen que las marcas pasen de vender a saco su producto a aprovecharse del atractivo de este arte".

O sea, ya no se trata solo de prestar la imagen, sino también de ceder las capacidades, tu filosofía de vida. Además de esta aseguradora de salud, compañías como Nacex, Desigual, Seat, Adidas o Nike también han echado mano de grafiteros de renombre. Rebobinart tiene en marcha ahora un proyecto con el centro comercial de La Maquinista. "Puedes pensar que no es más que un contenedor de tiendas, pero está bien que crean que pueden dar un toque cultural que aporte algo a los vecinos".

Pintar para el capitalismo (Aguas de Barcelona también hizo una acción grafitera en un depósito) convierte a los artistas que se prestan en parias del purismo. Los denominados 'treneros' (los que pintan vagones) o los que se dedican a estampar su firma por todas partes les ven con cierto desaire. Pensarán que se han pasado al lado oscura. "A mí me da igual que no vean lo mío como arte porque no es ilegal", sostiene Hugo, que, sin embargo, no soporta la censura. En estos últimos tiempos está centrado en una temática concreta, una revisión de la figura de Sant Jordi y el dragón que su mano convierte en un niño y una serpiente. Debía pintar una pared gigante en una ciudad de Canadá. Todo listo. "Y a dos días de marcharme, algún político pensó que mi diseño era demasiado impactante". Proyecto anulado. En Roma le pasó otro tanto. Pero a la italiana, lógicamente. Estaba pintando la serpiente cuando un hombre le preguntó por el dibujo. No se lo dijo pero resultó ser un concejal de la oposición que escribió un artículo contra su obra. "Dijo que era un homenaje a un mafioso del barrio de Corviale". 

 José Ramón, el padre de Sfhir, dice estar muy orgulloso de su hijo. Cuenta que un tío de su mujer era pintor. Eduardo Encinas se llamaba. "Algún gen debe tener". Se acuerda de la EGB del chaval, de cuando sus amigos le hacían notar que el crío tenía un don con el lápiz. "Yo lo llamo 'capacidad Photoshop'. Todo lo que hace lo ve por capas".