CRÓNICA

Escuela de calor

Desde que hay aire acondicionado, ya nadie pasa el rato en la calle.

Unos turistas intentan pasar el calor en el portal del Àngel

Unos turistas intentan pasar el calor en el portal del Àngel / RICARD CUGAT

Javier Pérez Andújar

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Más legendaria que el muro de Berlín era la barrera de frío que salía por las puertas del Corte Inglés cuando el verano estaba a tope. Pues no iba la peña ni nada a tomar el aire acondicionado a las tiendas de Barcelona. Y cuando llegó el aire a los coches antes que a las casas, nos pusimos a soñar un mundo perfecto, como la peli de Clint Eastwood, donde el personal viviría sin salir de su Seat Ritmo, su Talbot Horizon, su Ford Fiesta. Radiocasete reversible, cenicero, encendedor eléctrico, los asientos estaban blandos y el aire a punto de pulmonía, ¿qué más se podía pedir para ser feliz en agosto?

No se llamaba a lo que pasaba ola de calor, se le decía calor que asa a los perros, lo mismo que al frío no se le decía sensación de frío sino frío que pela. La culpa de esta pérdida de léxico la tiene lo que consideramos una vida cómoda. Cuanto más prósperamente creemos que vivimos, con menor riqueza nos expresamos. Estamos depurando el habla en una matanza étnica de palabras, pues las que desaparecen son voces de una vieja raza conocida con el nombre de lenguaje popular.

Desde que hay aire acondicionado, ya nadie pasa el rato en la calle. Antes abrías la puerta y entraba una bocanada de calor y los niños y los perros se amontonaban en las fuentes de las esquinas y la gente metía el cuello debajo del grifo. A nadie se le ocurría ir en bañador por la calle. Un ventilador era una manera de ver girar el mundo. En los balcones había abuelas y macetas, y no compresores y condensadores goteando. Los árboles daban sombra en vez de alergia. Barcelona era una ciudad caliente hecha de calor humano. Y la gente se achicharraba anhelando un mundo mejor.

La Barcelona actual, la del aire acondicionado, es mejor a cambio de no salir de los sitios. Vivimos prisioneros de nuestro bienestar

La Barcelona actual, la del aire acondicionado, es mejor a cambio de no salir de los sitios. Vivimos prisioneros de nuestro bienestar. Por eso ya no sucede nada o lo que ocurre no llega hasta sus últimas consecuencias. Por eso las cosas de verdad siempre les pasan a los pobres. Hoy, lo terrible de quedarse en agosto en Barcelona no es el calor, son los sablazos. Hemos mutado. Hace tiempo que Barcelona se convirtió en una base de terrícolas abandonados del mundo, que se nutren de criaturas llegadas de otros lugares. También hay algo del malvado Zaroff, pues muchos de esos desdichados seres son atraídos con luces para hacerlos embarrancar, y así dar comienzo día tras día al juego más peligroso, a la cacería. Prosperar ha sido cambiar aquel capítulo de la 'Dimensión Desconocida', el de la ciudad vacía, '¿Dónde están todos?' se llamaba, por un largometraje de 12 meses de duración. ¿Se acuerdan de 'Cuando ruge la marabunta'? Pues esa película.

Este verano es un desierto de piedra, de cascotes, de alquitrán levantado. La ciudad con las tripas abiertas secándose bajo un sol abrasador mientras agonizan en las calles manadas de taxis igual que ñúes a orillas del río Mara. Un taxi siempre despierta sentimientos contradictorios. Es de lo poco que me desconsuela al verlo pasar con la bandera roja.

Nunca como en estos días Barcelona muestra tan claramente en qué se está convirtiendo, también se ve en el cuadro aquel de Max Ernst que se llama 'Europa después de la lluvia', un eufemismo lírico, otra manera de aludir al paisaje de después de la guerra. Pero ¿qué guerra hemos librado aquí? Ya no hay lucha de clases, solo hay clases, y lo que llevamos presenciando durante años es lucha libre mexicana, pura máscara, puritito tongo, mero espectáculo. Este vacío sofocante y polvoriento es el preámbulo de la inminente vuelta al bucle.

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