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El Clínic cierra su Unidad de Sofritos

El Xalana de Simôes sirve sus últimos menús por lo de siempre en Barcelona, la extinción del contrato de alquiler

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Carles Cols

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Cierra el Xalana, el restaurante de las doctoras y de los enfermeros, de los familiares de los pacientes y de los pacientes que, si la salud lo permite, o de estranjis, se hacen subir a la habitación platos de buen puchero, y es también el restaurante de los vecinos del Clínic y de gentes de otro barrios. El Xalana (Villarroel, 181) cierra el próximo noviembre por lo de siempre de un tiempo a esta parte en esta ciudad, porque se le extingue el contrato de alquiler y no se lo renuevan tras 35 años abierto al público. Que en algún momento reciente de su historia, Barcelona se convirtió en una granja de cuervos ya se ha contado, así que, mejor que insistir en ello, lo que se merece el Xalana es un adiós cocinado con cariño. Vamos a ello. Manos a la olla.

Pepe Simôes se puso al frente del Xalana cuando la cocina de la ciudad tocaba fondo, en 1983, el año del advenimiento del plato combinado

Aquí el prota es Pepe Simôes, el dueño, un gallego procedente de una aldea fronteriza con Portugal, tierra en su tiempo de caza furtiva y cazuelas calentadas en fuego en el suelo. Llegó a Barcelona en 1970, con 15 años. No se vayan, que luego saldrán por aquí espías y pulpos como moneda de cambio, dentro de un par de párrafos, pero antes merecen la pena un par de datos biográficos porque en el fondo son la historia de esta ciudad.

¿Quién era el Greñas?

Trabajó como camarero en La Font del Gat, también en el restaurante del tiro al pichón de Montjuïc, de maître en el mismo hotel de Castelldefels donde Ferran Adrià comenzó como friegaplatos (“el Greñas, le llamábamos”) y, lo mejor de todo para sus bolsillos, de camarero en los palcos del tercer piso del Liceu, un trabajo exigente, 74 escalones de ida y otros 74 de vuelta cada vez que había una comanda, pero que merecía la pena, sobre todo cuando la acompañante era la querida y no la esposa, porque así la cuenta subía como la espuma del champagne. ¿Es o no es un retrato de otra época?

Se quedó el Xalana en 1983, un año gastronómicamente para olvidar. Lo recuerda Simôes. Eran tiempos en que abrían un fránkfurt en cada esquina (hasta aquí, tiene un pase), pero sobre todo fue el momento de la irrupción del plato combinado, que condenó a la extinción a buena parte del recetario de la fonda autóctona. “Cuando llegué al 181 de Villarroel no había nadie en la zona que guisara lentejas o fuera fiel a la tradición de los martes, paella”. Sobre leyendas culinarias así fundó el Xalana su fama, que, poco a poco terminó por ser como una dependencia más del Hospital Clínic, aunque fuera al otro lado de la calle. Estaba la uci, la unidad de neonatos, nefrología y el menú de enfrente.

La cosa es que entre paletillas de ibéricos, allí, rebobinando la historia, Simôes saca del interior de un sobre de gran tamaño las galeradas de un libro que prepara desde hace años, de recetas ancianas, por supuesto, pero también de historias poco conocidas sobre aquello que uno se zampa sin más, como la razón de que el pulpo, cuando viene con su aceite y pimentón, sea en Galicia más un producto de tierra adentro que de pueblo de costa. Es así desde tiempos de Urraca I de León, en pleno siglo XII, cuando el diezmo que pagaban los aldeanos de la costa a don Diego Arias, señor y dueño de la villa y coto de Marín, se les permitía que lo abonaran en pulpo desecado. Que un plato de pulpo a feira se sirva como si fuera un plato de monedas de cobre es, visto así, metafórico.

El pulpo a feira es un plato de tierra adentro, y hay que ir hasta tiempos de doña Urraca para conocer los motivos

Álvaro Cunquerio contaba como nadie estas sabrosas anécdotas de su tierra, como aquella de un periodista francés que en los años 20, en el Camino de Santiago, creyó verse de repente en las tierras shakespereanas de Escocia cuando en un recodo de un sendero vio a tres viejas vestidas de negro meter y sacar de una olla de cobre una bestia de color violeta, y no se giró para mirar atrás no fuera que el mismísimo Macbeth apareciera al galope.

Felipe II, el bacalaoicida

El libro de Simôes tendrá menos prosa cuando lo saque de imprenta, pero no menos ambición. Merece la pena el capítulo dedicado al bacalao, no solo por lo que maravillaba a Manuel Vázquez Montalbán cuando le servían un pil-pil (“ese triángulo momificado por el aire o la sal lo veo finalmente en la cazuela emergente sobre una emulsión gloriosa: jamás nadie ha conseguido semejante prodigio”), es decir, el yantar, sino por las aventuras novelescas de la pieza que se sirve en el plato. En el caso del bacalao, muchas. Hay espías que embarcaron como falsos marineros hace siglos para descubrir los caladeros secretos de los nórdicos que comerciaban con los mercados gallegos, cuenta Simôes, pero tal vez la más olvidada historia de este manjar es que Felipe II a punto estuvo de poner fin a la tradición culinaria de este pez en la península, porque parte de la Armada Invencible eran los barcos pesqueros de Portugal, y así les fue.

Lo dicho, cierra el Xalana por razones inmobiliarias, pero sería un mal homenaje dedicarle mucho a ello. Hasta Simôes se lo ha tomado con buen humor y estos días, el mantel de papel resume en cifras la película del restaurante (21.000 pernas dianteiras de porco ibérico, 794.250 menús do día servidos, 35 toneladas de café vendidoun incendioduas reformasuna sola folla de reclamacion…), más o menos tal y como fueron los carteles promocionales de Cleopatra, de la película de Mankiewicz y de Astérix.

Cierra el Xalana. Entre las calles de Còrsega y Rosselló hay unos 45 establecimientos donde mover el bigote. Pero faltará el Xalana.