UN EDIFICIO EMBLEMÁTICO

La Casa de l'Ardiaca: la historia de un archivo de 2.000 años

Un libro descubre la evolución durante dos milenios de Ca l'Ardiaca, la sede del Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona

El patio de la Casa de l'Ardiaca, en 1827, antes de las grandes transformaciones del 1870, cuando los dos arcos del fondo se multiplicaron para convertirlo en un claustro.antes de la gran transformación de 1870.

El patio de la Casa de l'Ardiaca, en 1827, antes de las grandes transformaciones del 1870, cuando los dos arcos del fondo se multiplicaron para convertirlo en un claustro.antes de la gran transformación de 1870. / Adolphe Hedwige / Alphonse Delamare / MNAC

Ernest Alós

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La Casa de l’Ardiaca es posiblemente el edificio de Barcelona con un recorrido más amplio y contínuo: se asienta sobre las dos construcciones más antiguas de la ciudad, el acueducto que ahora sabemos que es anterior incluso a las murallas romanas, y la propia muralla, y no ha dejado de ser remodelado hasta la última gran reforma de los años 90, y la que venga cuando el Arxiu Històric se traslade a Can Batlló). “Cualquier barcelonés lo identifica por su patio, su fuente del ‘ou com balla’ y su palmera”, apunta el historiador Reinald González. Ese patio existía ya en el siglo XI pero al mismo tiempo esa fuente y el claustro que lo rodea son una invención relativamente recientes, de 1870. Han sido 2.000 años de historia y reinvención que Reinald González y Francesc Caballé descubren al detalle en el libro ('La Casa de l'Ardiaca de Barcelona') que el Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona ha dedicado al edificio que ocupa desde hace un siglo. “Es la  historia en piedra de la ciudad”, resume Reinald González.

En algún momento previo al año 1018, los vizcondes de Barcelona ceden al obispo las dos torres de la puerta norte de la antigua muralla romana. Allí se instala la casa del arcediano, o archidiácono, quien preside a los canónigos de la catedral románica que se está construyendo entonces. Si las piedras nos remontan a dos milenios, el nombre del edificio tiene uno: ya en el siglo XI se habla de la ‘turre archilevite’, la ‘domos de archidiano’ o la ‘mansione archilevite’. Y ya entonces el patio tenía una particularidad que ha llegado hasta hoy: el escaso espacio entre calle y muralla hace que, en lugar de estar en el interior del edificio como todas las mansiones barcelonesas, esté rodeado solo por edificaciones en tres costados, y uno de ellos dé directamente a la calle. La otra mitad del edificio actual, la Casa del Degà (ambas fincas solo se fusionaron en el siglo XIX) se construyó cuando al decano de la catedral el obispo le echó al suelo su casa en el siglo XV para construir frente a la fachada de la catedral gótica el actual Pla de la Seu, con sus escaleras de acceso.

Y aquí llega la primera reinvención (que González aplaude, como todas las que “consolidaron la Casa de l’Ardiaca en el imaginario de la ciudad”, excepto la última): el arcediano (y presidente de la Generalitat de 1506 a 1507)  Lluís Desplà convierte la casa en el primer edificio renacentista de una ciudad que aún arrastra el gótico. “Modernizará el edificio a un nivel increíble, no es la mejor arquitectura del XVI pero sí la primera, imbuida de un renacimiento que no teníamos”, valora Reinald González. Con la ‘Pietat Desplà’ de Bermejo en la capilla, un sarcófago romano como abrevadero, puertas platerescas, relieves traídos de Italia… La puerta de acceso, las galerías con arcos del último piso ya son las que hoy podemos reconocer pese a las transformaciones posteriores.

Salvada por un nuevo rico

El hermano de Desplà construye el otro gran palacio renacentista de Barcelona, la Casa Gralla de la calle Portaferrissa. Y lo que sucede con una y otra permite ser indulgente con los ‘recreadores’ del barrio Gótico. La Casa Gralla es derruida en el 1856. Las casas del Ardiaca y el Degà (desmortizadas, ya sin la torre que hoy forma parte del palacio episcopal y el puente que la unía y utilizadas como escuela, juzgados de paz, talleres de paleta, corrales y estudios de pintores) son subastadas en 1870 y se salvan porque un nuevo rico que se ha hecho de oro especulando en bolsa, Josep Altimira, decide restaurarlas. Una auténtica extravagancia en tiempos de piqueta a mansalva.

En el proyecto del arquitecto Josep Garriga la casa del Degà es la que sufre más intervenciones para armonizarla con la del Ardiaca. “Es una construcción nueva hecha a la antigua, con una carga romántica, intención de crear un ambiente y lucir”, opina González. Pero que salva la casa y crea los elementos que hoy la identifican: la palmera, la fuente (construida a partir de pedazos del brocal del pozo de la casa) y el claustro (clonando dos únicos arcos originales que sostenían solo una tribuna y multiplicándolos hasta rodear todo el patio). Todas las piezas, con los martillazos necesarios para darles pátina de antigüedad.

“Josep Altimira ejecutó todas estas intervenciones con un gusto y unos excesos en la decoración que le valieron más de una burla”, explican Caballé y González. Al cabo de solo una década, Altimira se arruina. Y sus acreedores empiezan a buscarle destino a un palacete difícilmente reconvertible en pisos: el primer inquilino es el Colegio de Abogados (entonces se instala el buzón con las golondrinas y tortuga, alegoría de la rapidez ideal y la lentitud real de la justicia), hasta que el Ayuntamiento de Barcelona compra la finca en 1919 para instalar el archivo histórico creado dos años antes.

Un siglo como archivo

Entre 1921 y 1927, lo reforma Josep Goday. “Hace una cosa fantástica, sin el noucentisme no tendríamos el archivo histórico, y él hace un edificio noucentista como dios manda, racionaliza el edficio haciendo trampas, moviendo puertas y ventanas”, en opinión de Reinald González. Hasta que en 1957 se derriban las casas adosadas a la muralla para que esta quede a la vista desde la nueva avenida de la Catedral y se presenta un problema: se debe crear la cuarta fachada de la Casa de l’Ardiaca donde antes solo había ruinosos patios interiores. Adolf Florensa (“se encuentra con un marrón”, opina González) opta por una fachada historicista, con balcones con aires del XVIII barcelonés. “Sus intervenciones fueron vilipendidadas por la generación de arquitectos anterior, pero peor estaríamos sin ellas. Es un buen conocer de la arquitectura histórica”, sostiene, reivindicativo el historiador. En los años 90, la reforma del archivo toma otra opción: neutralizar esa cuarta fachada, sustituirla por muros lisos de color salmón y que todo el protagonismo quede para la muralla romana. De sus 2.000 años, la ciudad ha preferido aquí congelar los primeros.